La prueba ha estado clara en estos últimos días. Un presentador de televisión introduce, de forma precipitada, las campanadas en el cambio del año nuevo y las redes sociales arden reclamando, señalando, hasta insultando, al que no tiene derecho al error. Hemos olvidado la compasión como herramienta de valoración de las personas.

En la oración del ángelus, en la plaza de San Pedro, en el breve comentario que hace el Papa, pide disculpas por su falta de paciencia con una señora en la audiencia de la mañana, y todas las redes arden buscando el preciso momento en el que al tirón de manos que le hace tambalear responde el papa con un exabrupto. No le es posible equivocarse porque viste de blanco y sucede a Pedro en la sede de Roma. Hemos olvidado la compasión como herramienta de valoración de las personas.

No importan las cosas que hayas realizado, no importa el tiempo que te haya costado prepararlo y llevarlo a cabo; como te equivoques, estás perdido. Nada es capaz de suplir el error. No tienes derecho a equivocarte.

Hay errores graves como consecuencia de falta de preparación, de superficialidad en la gestión, de falta de previsión o de humildad. Hay errores por los que alguna persona sufre las consecuencias. Hay errores que nos molestan, pero por muy graves que estos sean, hemos de trabajarnos de tal manera que no desaparezca del horizonte de la existencia la compasión.

No hablo ya de delitos, de acciones dirigidas primera y principalmente a dañar, a delinquir; me refiero a las equivocaciones y a los errores, a los fallos que son tan comunes y están tan presentes en la existencia. Incluso con aquellos deberíamos usar la gramática de la compasión, ¿cuánto más con estos? Pero no; no tienes derechos a equivocarte. Está prohibido el error en el alma de una sociedad inmisericorde.

Recuerdo que mi padre, poco aficionado al fútbol, cuando veíamos un partido en la televisión me preguntaba quién era el equipo más fuerte. Una vez informado, de manera natural, era aficionado al débil. Entre el toro y el torero, optaba por el toro. Sus excesos compasivos fueron de alguna manera, paradigmáticos.

La diferencia entre una manada y una sociedad de personas está en la compasión. Nos ha llevado a eliminar la pena de muerte y la venganza y a estructurar los fundamentos de un Estado de derecho. Pero no basta eso: hace falta educarnos en la compasión, situarnos en la realidad falible y en la posibilidad de error para que nuestros juicios sean realistas.

Padecer con el otro es la raíz de una sociedad de derechos. El resto puede ser volver de nuevo a la selva y acabar afirmando solo el derecho del más fuerte. Todos tenemos posibilidad de errar y todos tenemos derecho a una mirada compasiva.