La segunda década del siglo XXI toca a su fin. En muchos sentidos, ha sido una década ominosa. Por un lado, ha significado la pérdida para el empleo, el bienestar y las oportunidades de muchas personas. Y una amenaza cierta para la democracia, con el resurgimiento del populismo autoritario y del nacionalismo xenófobo. Por otro, ha sido perniciosa para la integración europea, con el brexit, y para la cooperación económica y política mundial, con la rivalidad entre Estados Unidos, China y Europa.

Aunque los problemas venían desde los años ochenta del siglo pasado, la parturienta de esta década ominosa ha sido la crisis financiera de 2008-2009, la más importante del capitalismo desde la postguerra, y la gran recesión económica de 2009-2013, la más larga en época de paz. Ambas crisis han proyectado una tenebrosa sombra sobre muchos ámbitos de nuestra vida social, económica y política. Una sombra que aún sigue tapando el sol de la prosperidad para muchos. De forma particularmente dramática, para los jóvenes.

El jueves de la semana pasada se publicó la última Encuesta Financiera de las Familias, una fuente esencial de datos para conocer la evolución de las condiciones económicas de los españoles en esta década. Sus conclusiones son devastadoras. Los grandes perdedores de la crisis y de la recuperación son los jóvenes y los niños.

La causa no ha sido, como podía suponerse, la falta de crecimiento. Entre 2013 y 2017 la economía española creció un notable 12,7%, el mayor crecimiento de las economías europeas. Pero este crecimiento no ha devuelto la prosperidad a todos. Mientras el total de hogares ya habían recuperado en 2016 los niveles de renta anteriores a la crisis, los más malparados han sido los hogares con un cabeza de familia menor de 35 años. En 2016 tenían unos ingresos un 23 % menor del que tenían las familias de esa misma edad en 2010. Un retroceso considerable.

Si observamos la evolución del patrimonio, es decir, la riqueza neta de las familias, incluyendo la vivienda habitual y descontadas las deudas, vemos que el retroceso de los jóvenes es aún mucho mayor. Tienen un 55,7% menos de patrimonio del que tenían las familias de su misma edad en 2010.

Como se ve, la marea de la recuperación no ha subido por igual a todos los barcos. Los jóvenes han sido los que, en mayor medida, han pagado el coste de la crisis y los que, en menor medida, se han beneficiado de la recuperación de la segunda mitad de la década.

Las cosas aún son peores si las vemos desde la óptica de los niños. No podemos olvidar que en esos hogares de jóvenes maltratados es donde viven la mayoría de los niños españoles. La pobreza de jóvenes es, por tanto, también la pobreza de niños. Una pobreza que tiene el riesgo de volverse crónica. Una sociedad decente no puede permitirse no tenerlo en cuenta.

Las desigualdades de esta década tienen otras dimensiones importantes. Una es la desigualdad entre las grandes urbes y las ciudades medianas y la pérdida de prosperidad que han sufrido muchas comunidades locales afectadas por procesos de desindustrialización y cierre de empresas. Otra es la desigualdad social que ha surgido en el acceso a bienes públicos fundamentales como la educación, la sanidad o la dependencia.

Así las cosas, ¿por qué debería sorprendernos que haya surgido un intenso resentimiento entre las clases medias y populares de las sociedades capitalistas occidentales? Este resentimiento es el que está provocando manifestaciones en las calles, dando apoyo a dirigentes autoritarios y pidiendo la protección del estado nación frente a la globalización y la integración europea.

A este resentimiento por el abandono y la falta de oportunidades se añade el miedo al futuro de esas mismas clases medias. Un miedo alimentado en buena parte por los pronósticos fatalistas que muchos expertos y organismos difunden sobre los efectos del cambio tecnológico, del cambio climático, del cambio demográfico, de la inmigración, del envejecimiento o de la nueva rivalidad entre las grandes potencias.

Pero les aseguro que no hay ningún fatalismo inevitable en esas fuerzas de cambio. La pérdida de prosperidad de los jóvenes y de muchas comunidades locales es la consecuencia del abandono por parte de los gobiernos, tanto conservadores como socialdemócratas, del principio de igualdad sobre el que se construyó el contrato social de la postguerra. Y que tan buenos resultados dio durante los Treinta Gloriosos años posteriores. Fue el viraje neoliberal iniciado por la política en los años ochenta, y no la tecnología o la economía, la que rompió ese contrato social y deterioró las condiciones de vida de las clases medias. Un viraje que culminó en la injusta política de austeridad aplicada en 2010, una política que hizo recaer los costes de la crisis en los más débiles.

El mundo al que estamos yendo a vivir no será el resultado predeterminado e inevitable de ningún tipo de fuerzas tecnológicas, económicas o demográficas. Será el resultado de cómo la política democrática y una sociedad civil activa sepan identificar los retos y oportunidades que presentan esas fuerzas y establecer las opciones éticas y las preferencias políticas frente a ellas.

Necesitamos pensar el futuro. Es la tarea más difícil para los seres humanos. Pero es una tarea necesaria si queremos que esta década ominosa que ahora se cierra alumbre una nueva llena de esperanza en que las cosas cambien.

* Economista, catedrático de Política Económica