Es bueno releer a los clásicos porque si algo ha sobrevivido al paso del tiempo es porque es indestructible como las Pirámides, o porque es muy bueno y ha sido capaz de vencer al olvido, como Don Quijote o La Ilíada. Y leyendo a Herodoto me he encontrado con una interesante reflexión a propósito de Creso, rey de Lidia y el hombre más rico de su época, que fue engañado por los dioses para atacar al persa Ciro, que era el monarca más poderoso del mundo. Derrotado, Ciro le condenó a morir en una pira aunque luego le perdonó cuando ya las llamas le lamían los pies. Al final se hicieron amigos y ambos murieron en una expedición guerrera contra los Massagete, una tribu de Asia Central. La conclusión que saca Herodoto de esta historia, citando al sabio Solón, es que hasta la muerte no se puede llamar feliz a nadie y lo máximo que se puede decir es que alguien ha sido afortunado si hasta entonces las cosas le han salido bien. Porque el futuro es caprichoso y no está escrito. Estos edulcorados días de Navidad se habla mucho de Felicidad. Todos nos deseamos unos a otros felices fiestas, feliz año y mucha felicidad. Llega a ser empalagoso. Pero no la distinguimos realmente de la fortuna, como ya hacía Herodoto hace 2.700 años.

Fortuna es que te toque el Gordo de la Lotería Nacional. Felicidad es otra cosa mucho más intangible y fugaz que en mi opinión tiene que ver no tanto con la renuncia budista a los deseos, aunque eso pueda ayudar, como con la armonía con el Cosmos. Es ese sentirse uno en comunión con el resto del universo que se experimenta ante la placidez de una bonita puesta de sol o con el asombro infinito que produce una noche estrellada. Y eso no dura ni se mide aunque algunos lo intenten. En Bután hay un ministerio de Felicidad que imagino que debe manejar baremos que le permitan presentar al rey Jygme Namgyel Wangchuck (así se llama) unas tendencias satisfactorias a fin de año con objeto de asegurar si no la felicidad, por lo menos el sueldo y bienestar de sus funcionarios. También las Naciones Unidas hacen una encuesta que mide el grado de bienestar en 156 países considerando cuestiones como la esperanza de vida, el PIB, la corrupción, la escolarización etc y con ella elabora un Informe Mundial de Felicidad según el cual Finlandia es el país más feliz y Sudán del Sur el más infeliz. España mejora y pasa del número 36 al 30. Pido disculpas pero no me lo creo. No me creo que con la que está cayendo los españoles seamos más felices o, ya puestos a ello, que los finlandeses sean más felices que nosotros, que tenemos mucha más calidad de vida y alegría de vivir. Y mejor clima. Otra cosa es que los finlandeses tengan mejores servicios sociales o que su sistema educativo sea mejor.

Pero eso no es Felicidad, como prueba que su índice de suicidios sea muy superior al nuestro (según la Organización Mundial de la Salud, Finlandia es el país número 14 en número de suicidios y España el 59). También creo que la felicidad tiene que mucho ver con la actitud personal ante la vida y aunque se diga que un pesimista solo es un optimista informado, estoy convencido de que este último es más feliz. Un amigo muy inteligente (pero triste) me decía que no podía ser optimista porque la vida es una historia que siempre termina con la muerte del protagonista. El error es pretender ser eterno cuando a lo que hay que aspirar es a tener una vida plena y a poder pensar que valió la pena vivirla cuando llegue su final. Un informe de la Academia Nacional de Ciencias de los EEUU dice que los optimistas viven más y, lo que es más importante, viven mejor que los pesimistas. Lo que pasa es que, como afirma el psiquiatra Luis Rojas Márquez, "el optimismo es un músculo que hay que entrenar a diario", igual que el cerebro, para que crezca o por lo menos no se anquilose y por eso Charlie Chaplin decía que "un día sin reír es un día perdido". Tenemos razones para estar angustiados: desde el calentamiento global que amenaza con destruir el nicho ecológico que nos sustenta, hasta la robotización que en un mundo global amenaza nuestro empleo, la cutrez de muchos políticos más pendientes de su ombligo que de resolver nuestros problemas, o el cabreo que nos provocan los recurrentes casos de corrupción. Y tenemos que trabajar para cambiar todo eso y poner nuestro grano de arena sin dejar la tarea únicamente en manos de los poderes públicos, que es lo cómodo y lo irresponsable.

Pero una vez cumplida nuestra obligación, no ganamos nada viendo la botella medio vacía en lugar de medio llena, porque la botella no cambiará pero sí lo hará nuestra actitud ante la vida. Y eso al margen del dato objetivo de que como seres humanos vivimos mejor que nunca. Piensen solo que el primer barón Rothschild murió en 1860 porque se le infectó una muela o que Luis XIV las pasaba canutas con una fístula en el trasero y hoy ambas cosas se resolverían con un simple antibiótico... Por eso, y mientras esperamos al final para saber si hemos sido felices, podemos considerarnos afortunados si cada día hacemos algo que mejore la vida de los que nos rodean, porque eso también contribuye a la Felicidad y puede ser un buen propósito para comenzar el año.