Ahora que se produce esta exagerada apropiación de la palabra patria, que no de la patria, que esa es de todos, conviene recordar que decir no es lo mismo que querer, y sobre todo no es lícito que se ande midiendo la calidad del cariño en este particular apartado de los amores.

En mi pueblo, cuando aún vivía Franco e incluso la Falange tenía cierto vigor, mandaban a la gente a arrodillarse cuando, al pasar el Santísimo, sonaba el Himno Nacional. Había sólo un hombre, mi amigo Genaro, lector que me enseñó los libros de Miguel de Unamuno y María Zambrano, que permanecía en pie, golpeándose la pierna con un ejemplar del periódico EL DÍA.

De vez en cuando aparecía en medio de la misma plaza, seguramente para avergonzar a los que estaban sentados en el Dinámico y no eran de su cuerda, un ciudadano que, por otra parte, era muy querido por todo el mundo. Iba con su camisa azul y sus emblemas, y levantaba el brazo al estilo fascista de aquellos tiempos.

Nosotros, al menos yo, éramos muy chicos y aún no sabíamos de estas cosas; me acuerdo que yo hacía ejercicios de redacción en la Oje, que era la Organización Juvenil Española, e incluso que me inscribí en la Ballena Alegre, que era una organización que atraía a muchachos para acercarlos a la única verdad de la época. Luego fui sabiendo más cosas y supongo que me hice de izquierdas, porque al cabo de un tiempo intentaron pegarnos a unos cuantos que cubríamos una información relacionada con la visita de Blas Piñar, notorio fascista de nuestra época.

Todo aquello que vivíamos estaba rodeado de uniformes y banderas, en torno al honor de Franco y de los vencedores de la guerra que partió de Tenerife. En la época en que abrieron la mayor avenida turística de nuestro pueblo vi desde lo alto de un edificio cómo el médico de siempre, un hombre bonachón y afirmativo, que era alcalde, y mi profesor de Formación Política Nacional, que era un hombre igualmente bondadoso, desfilaban con otras autoridades venidas de lejos vestidos con uniformes adornados con las charreteras de aquellos tiempos.

Los diarios hablados y la televisión naciente se despedían con vivas al Caudillo y la invocación a la Patria, escrita siempre con mayúsculas, era parte de los editoriales conmemorativos. La patria era algo de consumo nacional; no se nombraba a los que estaban exiliados, esos no eran patriotas, eran precisamente todo lo contrario.

Estas costumbres pueden volver. De hecho, parecen estar volviendo. No me imagino yo a los nuevos políticos de izquierda que quieren gobernar en este país queriendo lo peor para su patria, o para su país, por no darle otra vez jabón a la palabra. Pero observo que se les insulta precisamente por traidores. Traidores a la patria, parezco entender. No imagino tampoco a los que mandan en mi tierra y en otras tierras como personas aviesas que quieran lo peor para los suyos, pues muchos mandan, como es natural, incluso sobre parientes suyos, que son ciudadanos o habitantes de los pueblos en los que ejercen, como políticos, su obligación de gobernar en pueblos, ciudades o regiones.

Se está desenfundado en esta hora precisa con demasiada alevosía, con alegría insana, la palabra patria, como si de nuevo fuera un patrimonio personal de los que, al arrojarla así, se sirven de su sonido para acallar a otros. Y esta exageración oculta, naturalmente, el deseo de echar sobre los adversarios un estigma infame: la falta de amor a lo que lleva dentro ese lema que en un tiempo sirvió para perseguir a los que se quería fuera del circuito civil.

Es un fenómeno impropio en democracia, pues gracias a la democracia está produciéndose esa saludable alternancia de poder que por parte de los que se creen más patriotas no es aceptada de grado, democráticamente. Y ahí estamos, de nuevo, presenciando golpes de pecho, acusando a los adversarios de no tener categoría patriótica para aceptar que todos, los de izquierda, los de centro y los de derechas tienen el mismo derecho a servir a su país, según sus ideas y sus saberes, sin que les caigan como piedras o manotazos acusaciones de traidores o de antipatriotas. Porque o la patria es de todos o no es de nadie, o es una palabra que, al ser solo de unos, sirve para insultar y no para abrazar el mismo país, la misma tierra, la misma patria. Para abrazar, también, a los adversarios.