Hace tiempo que leer periódicos resulta un ejercicio muy parecido al de impregnarse del catecismo, además de tener consecuencias formativas de idéntico calado. Todo comienza, en un descuido, por la aceptación de que un libro sagrado, la marca indeleble de la revelación y la publicación de un compendio fácilmente manejable ¬-siempre que las cuentas del rosario estén cuidadosamente engarzadas y formen parte de un estudiado plan de ventas-, proceden directamente del origen de la familia. Puede que haya ocurrido siempre, debido a que se trata de una operación comercial en la que un producto selecciona a quien lo va a consumir, lo detecta, lo bautiza, lo interpreta y lo educa casi a su antojo. En este proceso debe reconocerse la tremenda eficacia de la Iglesia católica como maestra, no solo como ejemplo de una industria de inmenso éxito, duradera y resistente a las turbulencias, a pesar de las escasas modificaciones del envoltorio y la invariabilidad del contenido, sino como descubridora de alguno de los principios básicos de la publicidad. Ante un público convencido de antemano, pocos instrumentos más efectivos para la difusión del mensaje original que el lema de ser la empresa creada, sin otros intermediarios de garantía, por el mismísimo hijo del fundador. Así sucedió, según las crónicas elaboradas por los escribas de la compañía, en una célebre cena en la que se repartieron las tareas, se instauraron los principios del dogma y se distribuyeron las delegaciones, un poco a la manera que utilizara Lucky Luciano en los años treinta, y cuya eficacia ha ido perfeccionándose con la práctica. En el otro lado, es cierto que la lectura de los diarios debería consistir en una toma de contacto con la actualidad a medida que se produce, en un encuentro con los hechos tal como acontecen -o, como mucho, tras una preparación de los datos, con objeto de facilitar su digestión-, en lo que podría entenderse como un servicio público y una forma de aprehender lo que la realidad rezuma a su paso por la vida. En uno de los primeros artículos de El pobrecito hablador, y en interpretación flexible del conflicto entre información y opinión, Larra parecía aceptar como legítima la manipulación del "material robado", como la expresión de su desacuerdo con la sociedad en que vivía o como la manifestación literaria de su desencanto. Algo parecido, tal vez, a la "insurrección permanente" mencionada por Vargas Llosa a mediados del siglo pasado, cuando en sus discursos de escritor premiado profetizaba la emancipación de América Latina del imperio que la saqueaba. Para Larra estaba claro, y para su fortuna se pegó un tiro antes de abjurar: el objetivo del cronista -oficio que él mismo estaba creando- era ser leído, mientras que decir la verdad era el único medio de comunicación posible. Lo difícil es establecer la separación entre información y catequesis, dado que el objetivo, en ambos casos, es la implantación de la doctrina, y cuando se ha ingerido el veneno ya no se desea probar otra cosa.