Uno de los efectos más repugnantes de los acuerdos que ha fraguado Pedro Sánchez y su equipo con Podemos -para compartir gobierno- y ERC -para su imprescindible abstención en la investidura y posteriores apoyos presupuestarios- es esa ola de excomunión inmediata que ha caído sobre los discrepantes. Los que rechazan o critica la estrategia socialista son acusados, sin más, de ser unos compinches de la derecha, cuando no directamente unos fascistas, como define algún que otro divertido hashtag en las redes sociales. Cuando un soplagaitas grita que por fin tenemos un gobierno de izquierdas simplemente denota que no tiene idea de lo que está diciendo ni entiende cómo funciona una democracia parlamentaria. Lo que habrá a partir de la próxima semana será un Ejecutivo sustentado en una escuálida mayoría parlamentaria de 155 diputados que para sobrevivir y gobernar estará en manos del PNV y ERC, con 6 y 13 escaños respectivamente. Y peneuvistas y republicanos catalanes no tienen mayor interés en ampliar o consolidar el Estado de Bienestar -su ideal de bienestar consiste en disponer de un Estado propio- o en luchar contra la crisis climática en Cádiz, Alicante o Canarias -el único clima tolerable es el de Barcelona o Bilbao-. Su objetivo estriba en aprovechar esa formidable capacidad de presión que han conseguido sobre una izquierda tan comprensiva para sacar adelante su agenda política fundamental: avanzar hacia la independencia, no hacia ningún modelo federal consensuado, y simultáneamente, obtener mayores recursos financieros del Estado.

Esta situación no es fruto únicamente del desvergonzado apetito de poder de Pedro Sánchez, de la transformación del PSOE -como ocurre con todos los grandes partidos- en una mera burocracia electoral alérgica al debate interno o de la rencorosa imbecilidad de las derechas. Es el penúltimo episodio de la fascinación de socialistas y comunistas por el nacionalismo de las comunidades más ricas de España. Las izquierdas españolas le ha comprado a los nacionalismos catalanes y vascos que el Estado tiene una deuda especial con Cataluña y el País Vasco que se remonta al franquismo, si no a Felipe V, una deuda terrible, infinitamente elástica, insaldable. Y como apunta inmejorablemente Félix Ovejero "en lugar de rebatir al nacionalismo, se aceptó su descripción del mundo como si respondiera a una realidad con la que había de conciliarse, como si el nacionalismo fuera síntoma de un problema y no un problema que se presenta como solución". En esta coyuntura política, suplementariamente, el pacto con los nacionalismos catalanes y vascos -el resto de nacionalismos y regionalismos serán mejor o peor ignorados- es la única forma que tienen el PSOE de consolidarse en el Gobierno español y los de Podemos de acceder al mismo, aunque el precio en inestabilidad política y erosión institucional sea literalmente incalculable.

El Gobierno que presidirá Sánchez a partir del próximo día 9 no será en ningún caso un Gobierno ilegítimo, pero sus compromisos con ERC, con toda su calculada ambigüedad, desprenden un alarmante tufo de leso constitucionalismo. No es la mejor opción que tenía el PSOE. Ni siquiera es la mejor opción para un diálogo sobre el conflicto catalán. Y se sabrá más temprano que tarde: ya Quim Torra ha anunciado que su Govern no va a perder tiempo con España.