Ana Hormiga cocinaba todos los años para su familia, por estas fechas, cantidades ingentes de comida. Daba igual que hubiera mucho o poco dinero. Cómo lograba llenar la mesa, solo ella lo sabía pero lo cierto es que el 24 y el 25 de diciembre, en la casa de la calle de El Saludo, comían hasta hartarse los deudos, los allegados y los vecinos y se tenía a mano fruta, jugos y algún bocadillo sustancioso ya preparado, porque más de una vez vino algún desconocido famélico a tocar a aquella puerta que olía a hospitalidad y a caldo hirviendo.

Yo la conocí ya con más de cincuenta años cumplidos pero, en su juventud, la Navidad había sido un tiempo triste en el que apenas podía probar bocado porque no sabía cómo, dónde ni con quién estaría su hija mayor, a la que su marido se llevó un día porque sí y que volvió a recuperar ya con dieciocho años. "No sabes lo que es eso", me decía, reviviendo la pena cuando lo contaba.

Una de esas nochebuenas en que faltaba la hija y tampoco sobraba el dinero, con toda su tristeza y la habilidad que tenía para multiplicar los víveres, preparó un filo de carne para cenar, con tan mala suerte que, cuando tenía todos los menesteres a punto para cocinarlo, un gato gordo y negro, que siempre rondaba el patio, entró en la cocina, agarró la pieza de carne entre los dientes y se escapó escaleras arriba hacia la azotea.

Ana Hormiga, que siempre tuvo los reflejos listos para afrontar cualquier desgracia, corrió detrás del desalmado que se iba a llevar el plato principal de aquella cena por encima de su cadáver.

Llegó a su azotea y, sin pensarlo, saltó a la de la casa contigua. Después, a la siguiente, donde por fin dio alcance al ladrón y lo agarró por el rabo. El animal soltó su presa y ella, con el corazón a todo lo que daba, logró cogerla antes de que cayera al suelo, deshizo el camino y volvió con el trofeo a casa.

Una vez en la cocina, se sentó unos minutos, pocos, a pensar qué hacer. Se levantó, se acercó al poyo, cortó con un cuchillo la parte de la carne en la que había clavado los dientes el gato y, sin dejar de llorar del disgusto, la raspó, la limpió y la refrotó, la metió un buen rato en adobo y la cocinó.

Por la noche, ya sentados alrededor de la mesa, ajenos al suceso, todos masticaban y alababan, encantados, el plato. Uno de sus hijos, incluso, se atrevió a decir que nunca había comido un filo tan sabroso.

Ella no podía dejar de llorar mientras los miraba, angustiada, pero, al tiempo, feliz por haber cumplido con su deber de procuradora del sustento, a como diera lugar.

"¿No comes?" "No, coman ustedes, ya saben que estos días se me cierra el estómago".

Me lo contó, rozando ya los cien años, muerta de risa, saliéndosele las lágrimas por aquellos ojillos grises que nadie de los suyos heredó. Me obligó a jurarle que no se lo iba a decir nunca a mi madre.

Me confesó, también, el mismo día, que la carne de cabrito en salsa picante que tanto me gustaba de pequeña, era, en realidad, unas veces de pollo y otras de conejo, según le permitiera su sueldo.

"Entonces yo solo podía permitirme comprar cabrito para Navidad. El resto del año, cuando me lo pedías, me daba tanta pena no dártelo que compraba otra carne más barata, me persignaba y la metía en el adobo. Dejabas el plato limpio".

Ana Hormiga era mi abuela. Díganme si no he tenido yo suerte en la vida.