En España, durante el pasado 2018, se registraron (y acumularon) 54.065 solicitudes de asilo, según datos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado. Sin embargo, y pese a todos los peligros y riesgos, los padecimientos y dificultades que supone la travesía en pateras y cayucos, y a sabiendas de la menesterosa incertidumbre que les aguarda en tierras españolas, no dejan de intentarlo. Canarias cerrará este año con unas 1.600 personas que han intentado llegar a sus costas, una cifra muy alejada a la de la crisis de los cayucos, pero superior en casi un 25% a la de 2002. Una cifra muy pequeña, de hecho, para una población de más de 2.100.000 personas y que vive a poco más de cien kilómetros de las costas africanas. Cuando los caballeros del Frontex aseguran que "lo tenemos todo controlado" no les falta del todo la razón. Pero es una frase con un trasfondo siniestro, aunque pueda estar cargada de buena conciencia profesional. ¿Qué es lo que tienen controlado exactamente? ¿Que nadie pueda escapar de las ratoneras de la guerra, la violencia, el hambre y la miseria? ¿Que los que lo intenten no puedan siquiera llegar a paladear la esperanza y sean detenidos y devueltos a sus orígenes, cuando no abandonados en tierra de nadie?

En la Declaración Universal de los Derechos Humanos se explicita que "toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, así como de regresar a su país", un artículo que se pisotea a diario. Lo pisotea nuestro Gobierno, por supuesto, y lo pisotean con más furia otros que ejercen de policía -deteniendo, apalizando y deportando- como el de Marruecos, al que debemos nuestra tranquilidad frente a cualquier hipotética avalancha, o el de Mauritania, que devuelve a senegaleses y gambianos a sus respectivos países antes de que zarpen desde Nuadibú. El Ministerio de Asuntos Exteriores de España financió a tocateja la construcción de un centro de detención de migrantes subsaharianos en esa localidad. Frente a esto, por supuesto, los migrantes -son muchas decenas de miles de personas las que se encuentran en un tránsito constante entre diversos territorios y culturas- se las arreglan como pueden: priorizan rutas menos vigiladas, articulan redes de solidaridad transnacionales entre sujetos y familias de diversas identidades culturales, intercambian sistemáticamente información y análisis gracias a la telefonía móvil. A menudo me ha maravillado esa percepción del migrante africano como un pobre diablo que llega en taparrabos sin saber nada de nada. Nuestra visión de la fabulosa variedad y riqueza de África es grotesca. Yo los he conocido maestros, mecánicos, químicos, aparejadores, obreros de la construcción, parteras, cirujanos, pintores.

Nosotros hemos sido emigrantes. Canarias se construyó como un crisol -metáfora que se manoseó durante mucho tiempo- de pueblos y culturas en lo que fue un territorio de frontera durante más de 300 años. Puedes haber llegado 15 minutos antes aquí, pero no mucho más. Por eso esta comunidad debería empujar a un cambio político y legislativo en España y en el seno de las RUP: formalización de un reglamento de asilo, ley integral de Protección de Víctimas de la Trata, eliminación de la exigencia de visado de tránsito para personas procedentes de países en conflicto, transformación de los CIES- en la actualidad cárceles apenas maquilladas en centros de acogida debidamente dotados. Por ellos. Por nosotros. Por todos.