París bien vale una misa así que, sin otro pretexto, cuatro amigos, unidos por la fascinación de la capital francesa y del Renacimiento y, sobre todo, por la admiración casi devocional al gran Leonardo da Vinci, en vuelo barato y con agenda abierta, nos plantamos en el aeropuerto Charles De Gaulle y, con entradas, conseguidas a través de un residente ingenioso, asistimos a un acontecimiento capital que conmemora los quinientos años de la muerte del polifacético florentino.

El Museo del Louvre, que atesora la cuarta parte de su obra pictórica, ha invertido diez años y un amplísimo presupuesto en la organización de la que ya es considerada "la mejor exposición del Siglo XXI", que reúne ciento sesenta y dos piezas, entre ellas once pinturas, de las veinte que tienen reconocida su autoría; la espléndida serie en papel de la Corona Británica; esculturas, códices y cuadernos con dibujos, bocetos, diagramas científicos y proyectos técnicos - sus pioneras elucubraciones sobre los futuros carros de combate y automóviles, el helicóptero y el submarino, entre otros - y diversos escritos, varios con sus reflexiones sobre la naturaleza y finalidad del arte.

El Salón Napoleón guarda las obras geniales, las tablas y el singular Hombre de Vitrubio y, astutamente programada, la ausencia de La Gioconda, que se mantiene en su lugar habitual donde recibe la visita diaria de treinta mil admiradores y/o curiosos. Para compensar a los visitantes, al final del recorrido por sus hitos biográficos y sus vínculos con los mecenas que apoyaron su trabajo en Florencia, Milán, Venecia, Roma y, finalmente, la ciudad de Amboise, en Francia, se nos ofrece un regalo virtual donde la Monna Lisa nos muestra los grandes secretos de su factura, el estado del soporte y los pigmentos, la intensidad y sutileza de la pincelada, aunque no revela el misterio eterno de su sonrisa.

El ambicioso proyecto contó con el decidido apoyo de los Museos Vaticanos, el Hermitage de San Petesburgo y el Británico de Londres y el montaje soberbio y eficaz, dirigido por Vincent Delievin y Louis Frank, nos permite sumar al sincero asombro la atractiva posibilidad de acercarnos al análisis científico de las obras a través de las reflectografías infrarrojas incluidas en el espacio expositivo. Una auténtica pasada a imitar, si se puede y donde se pueda, y que seguirá cautivando hasta el 24 de febrero próximo.