Como doctrina metafísica y cosmológica, la del eterno retorno puede ser ingeniosa. Para los sencillos mortales, sin embargo, es una pesadez. Eso es lo que ha demostrado las últimas Elecciones al Parlamento británico. El electorado ha entregado su confianza a la fuerza que prometía terminar con el retorno de lo mismo. Corbyn no se había definido respecto a la cuestión decisiva, y ha devenido insignificante. Él ha operado en todo momento con la doctrina clásica de que lo central es la lucha de clases. Su indecisión y ambigüedad respecto del Brexit expresa su voluntad de desplazar el centro del debate a cuestiones más propias de la tradición socialista. Al hacerlo ha mostrado una fe inquebrantable en el dogma y una orientación pésima como político democrático. Pues una elección no es un juramento sobre los principios eternos, sino la manera que tienen los pueblos de salir de callejones sin salida.

Nadie puede negar que el reino Unido estaba en un impasse evolutivo. Esas son zonas de peligro. Había sido colocada ante una decisión existencial y no se había dotado de medios para realizarla. Estas situaciones exasperan a la ciudadanía. En medio de la parálisis, los ánimos se crispan. La situación era intolerable. Ni se avanzaba hacia un segundo referéndum, ni hacia el cumplimiento del primero. Mientras tanto, las instituciones se erosionaban, con un extraño enfrentamiento entre Parlamento y pueblo. En efecto, no hay representación más injusta que la del principio mayoritario. Boris Johnson, sin embargo, no proponía una reforma de la ley electoral para acabar con el sistema mayoritario. Buscaba la ocasión de beneficiarse de él y la ha obtenido.

Todo en el sistema mayoritario tiende hacia la decisión clara, la estabilidad extrema y el dualismo perfecto. Quien ofreciese las mejores prestaciones en estas tres dimensiones tendría las mayores posibilidades de ganar. En realidad, por número de votos populares, Johnson no ha ganado. Pero la maniobra de Farage de no dividir el campo de los brexiters, el ritmo medido con el que los Tory han llevado al país a la obligación de decidir al borde del precipicio, y la promesa inmediata de librarse de una pesadilla, han llevado a Johnson a la victoria. Sus rivales ni estaban concentrados en un dualismo perfecto, ni podrían prometer estabilidad, ni ofrecían una decisión clara. Así se han encaminado a la derrota. Incluso los nacionalistas escoceses deberían leer el resultado con cautela: también se han beneficiado del dualismo, la decisión y la concentración del voto respecto de otro asunto central. Han barrido en escaños en el territorio escocés. Sin embargo, en votos populares tampoco han ganado de forma clara. Por tanto, no deberían proyectar este resultado al de un referéndum organizado sobre el sí o el no a la independencia.

Al final, el sistema británico les ha funcionado. Por supuesto, con su tendencia inequívoca hacia el conservadurismo. Lo elemental es que la fuerza política que resuelva una decisión existencial y saque al país del embrollo, tendrá asegurada la hegemonía para un tiempo. El laborismo, en este sentido, parece condenado. Las fuerzas que se han movilizado para separarse de Europa no desearán emplear esta plena soberanía recién recobrada para volver a los tiempos de Harold Wilson. La mayoría de las fuerzas pro-europeas estarán en contra de esa posibilidad y harán causa común con los Tory en la nueva situación. Así que no veo de dónde pueden sacar los laboristas un programa mayoritario. Gran Bretaña entra en una nueva era y todo va a depender de la capacidad de Johnson de lograr un acuerdo con la UE que sea beneficioso para su país. Si logra atender las exigencias económicas de los pro-europeos y al mismo tiempo las exigencias políticas de los brexiters, Johnson puede cuadrar el círculo que deje arrinconados a los laboristas.

Esas son las ventajas de apostar con rotundidad por una opción clara en condiciones de cansancio popular. Iceta parece que ha tomado nota y en la clausura del congreso del PSC ha hablado claro. Al menos, lo suficiente como para tener un rotundo éxito interno. Hoy por hoy es el líder más solvente del socialismo y el más imprescindible para Sánchez. Sin embargo, eso no quiere decir que no esté sometido a serias tensiones. Iceta habla de recoser la sociedad catalana. Sin embargo, se enfrenta al hecho notorio de que cuanto más cosa las dualidades tremendas en las que vive Cataluña, más descoserá su relación con el resto del PSOE. En este sentido podemos decir que sólo el hilo de Sánchez hace que el PSC y el PSOE sean el mismo partido. El camino de Iceta parece irreversible y solo mientras ofrezca esa impresión seguirá al alza. Pero el camino de Sánchez no es irreversible en modo alguno; si no consiguiera llegar a la presidencia, los caminos del PSC y del PSOE tendrían muy difícil dirigirse a un punto convergente.

Al emprender una definición clara de objetivos, que pasan por un federalismo eficaz entre Cataluña y España, Iceta ha tocado todas las teclas que soliviantan a la opinión conservadora española, incluida, desde luego, la de bastantes líderes del PSOE. En mi opinión, Iceta hace lo correcto. Y lo hace después de haber criticado a Torra sin miramientos, como se merece. Cataluña está sin gobierno y degradándose de forma intensa, para alegría de muchos cavernícolas, que ya no ven una gran diferencia entre un 155 permanente y un gobierno de Torra. El ritmo del discurso final de Iceta sugiere con toda claridad que el PSC se prepara para un gobierno tripartito con Esquerra y En Comú Podem. Este punto, sin embargo, lo ve venir la dirigencia de JuntsxCat, que se debate entre seguir a Puigdemont y mantener un partido que por lo demás está tensionado por fracturas ingentes. En todo caso, se tendrá que llegar a un gobierno alternativo sin que Esquerra se desenganche del Procés. Sólo la fuerza de los hechos, un nuevo gobierno en la plaza Sant Jaume, propiciaría ese desenganche.

Lo que Iceta le propone a Esquerra es mantener la abstención a Sánchez en España y la fidelidad al Procés en Cataluña. Por el momento. Ese doble frente es necesario para no perder votos en las próximas elecciones catalanas, pero también para dar tiempo a Sánchez para iniciar con cierta fuerza el proceso hacia esa ordenación federal para Cataluña. La previsión es sencilla, pero la temporalidad muy complicada. Si en efecto se logra formar gobierno con mayoría suficiente, se dará una señal positiva a España entera, que respirará aliviada de que la situación se normalice en Cataluña de forma pacífica y sin un 155. Eso podría llevar a Sánchez a obtener una ventaja decisiva en cualquier ulterior cita electoral. El segundo paso podría llevar un pacto de estatus a refrendo popular. Sería contrastado con el "No" de los independentistas duros, desde luego, pero obligaría a todos los no independentistas a alinearse con ese nuevo Estatuto. Una vez más, llevar la situación al precipicio para obligar a todo el mundo a tomar una decisión en situación de dualismo concentrado. Para ese momento la representación del PP y de Vox en Cataluña debería aproximarse a cero para que la ciudadanía no independentista se coagulara alrededor de un sí al nuevo Estatuto.

Por supuesto, a todo este plan se le puede achacar un pequeño defecto. Sencillamente podría ser visto por algunos como el inicio de un retorno al primer tripartito de Montilla, a la reacción todavía más intensa de Vox y del PP en el resto de España, a la activación de todos los resortes conservadores del Estado, y a la consiguiente irritación de la mayoría de los media. La esperanza es, por tanto, que este plan se sepa entender como una segunda oportunidad, y no como el inicio de un segundo Procés en escalada. Eso revelaría un gran sentido común por parte del electorado, que habría resistido con espíritu democrático una doble ideologización regresiva de naturaleza nacionalista en Cataluña y en España.