No sé si llamarlo desvergüenza: si no lo es se le parece mucho. El salvífico gobierno central ha decidido mandarnos ocho millones y medio para la producción de agua desalada. Es el dinero correspondiente al año que está a punto de acabar en un archipiélago seco que obtiene ese recurso esencial a través de la desalación.

Que celebremos como un éxito que nos llegue un dinero que nos corresponde, apenas unos días antes de acabar el año, da una buena idea del deteriorado papel de Canarias en el contexto del Estado. Y nos ofrece una prueba bastante sólida de cómo se nos ha considerado en los últimos años.

Los gobiernos de España, de cualquier sesgo, han maltratado sistemáticamente a las islas desde hace unos años. Primero nos volaron en las narices la financiación del convenio de carreteras sin que a nadie se le despeinara la raya. Después se nos asfixió por el eficiente sistema de no presupuestar los numerosos convenios con los que se aportaban inversiones y gastos fundamentales en numerosos sectores en las islas: obras hidráulicas, empleo social, formación, pobreza... Y ahora, mientras el dinero se mueve a espuertas hacia el País Vasco o Cataluña, regiones ricas, celebramos como si nos hubiera tocado el gordo de la lotería nacional que se destine tarde y a destiempo una calderilla.

Desde 2009, Canarias arrastra una financiación injusta e insuficiente para los dos millones de ciudadanos que viven en las islas. Luchamos para consolidar el hecho diferencial canario en dos leyes del máximo rango, la del REF y el Estatuto, que se pasan en Madrid por el arco del triunfo un año sí y otro también. El verdadero hecho diferencia de este tierra es que ni cuenta, ni influye, ni ha sido capaz de convencer a los administradores del Estado de la singularidad económica y fiscal de un territorio tan fragmentado y lejano. Parece que es una batalla siempre perdida.

La realidad nos está conduciendo a una investidura apoyada por catalanes y vascos. Parece un hecho irreversible. Y eso tiene una lectura inmediata. El presidente Sánchez será tributario de unos apoyos que pretenden, como mínimo, la reconstrucción del Estado. Si no su voladura. Y en ese proceso, las comunidades ricas van a imponer un durísimo recorte de la solidaridad que les otorgue mayor autonomía y disponibilidad de sus recursos. No habrá más solidaridad, sino menos. No habrá más Estado, sino menos. O acaso otro.

Para quienes hemos sobrevivido históricamente gracias al principio de la redistribución de la riqueza de todo el país, esto puede ser un cambio de paradigma. El recorte de la financiación proveniente del Estado puede no ser ya el fruto de una coyuntura política, más o menos temporal, sino el principio rector de un nuevo tiempo protagonizado por los territorios más poderosos económica y políticamente hablando.

Dicen que cuando las barbas de tu vecino veas arder, deberías poner las tuyas en remojo. Si la investidura sale adelante con la abstención de independentistas catalanes y vascos, más vale que metamos la cabeza en el mar buscando naranjas.