Desde hace unos años en las finales de copa en las que jugaba el Barcelona, era ejercicio rutinario silbar al jefe de Estado y al himno nacional. Algunos lo censuraban pero muchos lo amparaban en la libertad de expresión. Habría quien (pocos) pusiera el grito en el cielo por la falta de respeto, el desprecio y la clara animadversión hacia todos que son y se sienten españoles. Como España será uno de los países del mundo más defensor de la categoría "tener derecho" a todo, y de virtualidad instantánea, que demuestra el grado de infantilismo nacional, se veía natural (y "de progreso") la humillación de símbolos ajenos y propios. El tener derecho al insulto (expresión) es incomparablemente superior que el derecho al respeto de creencias, sentimientos y símbolos. Cuando en el mundo civilizado y por lo tanto adulto únicamente es derecho el respeto a sentimientos y símbolos, pero no las ofensas. Como el derecho -a un eufemismo estúpido- de decidir, por autodeterminación, se toma como muy superior al siempre omitido derecho a la integridad territorial. Derecho este que es fundamento de todas las constituciones del mundo, que no el de autodeterminación que solo está en una (Etiopia). Tantas anomalías y desajustes cognitivos, culturales, morales y políticos hablan a las claras del grado de infantilización de la sociedad española, en cabeza de ese fenómeno occidental como los científicos sociales diagnostican. Hay una arqueología, que diría Foucault, de este estado de santificación de los derechos, que son los deseos incolmables de los niños que no admiten la frustración, ni noción de límites que los coarten. El deseo infantil se encastilla en rabietas en la defensa de lo ilimitado y omnipotente. Los adolescentes más airados los transforman en cartas de derechos a su antojo. Que ordenadamente conducen al gran prestigio social del magma de lo reivindicativo (los luchadores a riesgo cero). Sin que nadie eche de menos obligaciones y deberes. Aquí ya entraríamos en la antropología y la cultura política y moral. Dile a un hincha del Barcelona o a un progre que lo que llaman derechos en absoluto lo son. O háblale de obligaciones tajantes, como el respeto. Cuando sabía de las finales/demostraciones-de-Nüremberg del Barcelona, y su relativización, era fácil augurar la prometedora siembra de tempestades venideras.

La política como marco mental y epistemológico no explica nada. No hay un Sánchez político, que solo es epifenómeno y oportunidad de grotescos rasgos de personalidad megalómana en un país lastrado por la emotividad (pública) e ínfulas infantiles.