Madrid fue escenario la semana pasada de una gran manifestación en favor de la protección ambiental, con la activista Greta Thunberg como emblema. En las marchas de la Cumbre del Clima, cuyas conclusiones tendrían que estar redactadas el viernes pero aún se atascan en negociaciones estériles, también participaron decenas de canarios, mostrando la preocupación y la elevada conciencia verde que existe en la región. De una manera sistemática, esa inquietud empieza a reflejarse en las encuestas. El estilo de vida y de producción de la sociedad actual tiene incidencia en el entorno en el cual desarrollamos actividad. Pagamos un alto precio por el desarrollo urbanístico y turístico, tal vez cercano ya al límite. Corregirlo implica un cambio de hábitos y de modelo económico, pero a un ritmo que permita digerir las medidas hacia la pretendida diversificación, si es que posible lograr ese objetivo en una comunidad autónoma alejada y fragmentada en la que escasean las materias primas, que evite unos destrozos socioeconómicos mayores que los beneficios que se pretenden conseguir.

Canarias está a punto de cerrar un año en el que se registraron datos que advierten de los retos generados por el cambio climático. Los datos, por ejemplo, revelan que las Islas sufrieron el mes de mayo más seco en lo que va de siglo, con una temperatura media que se situó entre las cinco más altas de los últimos 45 años y sin apenas precipitaciones. Noticias sobre récords meteorológicos e incidencias atmosféricas protagonizan con una frecuencia desconocida la actualidad. Son simples avisos de lo que viene si no se corrige el rumbo. Y el Archipiélago aparece en ese horizonte como una región sensible ante este problema: largas temporadas de calor, incendios, tormentas, fenómenos tropicales e inundaciones son cada vez más frecuentes.

En noviembre, Climate Central -una organización estadounidense que agrupa a numerosos científicos- publicó un estudio en el que alertaba que el aumento relativo del nivel del mar por el efecto del cambio climático es imparable y, en el plazo de unos 30 años, numerosas localidades de la costa estarán expuestas a inundaciones anuales. Esa amenaza tiene en su punto de mira a diferentes lugares de Canarias. En la lista aparecen puntos icónicos de las Islas. Bajo el mar quedarán, si no se hace nada en los próximos años para contener el deshielo de los polos, zonas como Las Teresitas, en la capital tinerfeña, o las Dunas de Maspalomas, en Gran Canaria, por poner algunos ejemplos.

Los fenómenos extremos empiezan a no ser excepción en todas las partes del mundo. Los informes de estos días en la Cumbre de Madrid lo constatan. Hay más deshielo. Sube el nivel del mar. Aumenta la temperatura. A periodos de sequía los suceden otros de inundaciones casi sin solución de continuidad. La experiencia particular de cualquier persona en su desempeño cotidiano le permite verificar que los científicos no hablan de una quimera. Los cambios del tiempo, el asunto de conversación más recurrente y protocolario, han dado el salto a la agenda social, política e institucional para quedarse. La intranquilidad va en ascenso. Hasta las empresas más contaminantes plantan batalla con el objetivo de convertirse en sostenibles, o aparentarlo. Y la mayoría de las empresas comienzan a incorporar la agenda verde a su ADN, sabedoras de que el mercado comienza a valorarlo con fuerza y que no hacerlo se puede convertir en un obstáculo ante sus clientes.

Canarias ha sido pionera, desde los años 80, en desarrollar leyes de protección del territorio. En 1987, el Parlamento regional aprobó la Ley de Espacios Naturales que, 12 años después, dio paso a la Ley de Ordenación del Territorio de Canarias -norma con la que entró en vigor la moratoria turística-. Entre leyes, textos refundidos y directrices, la cámara regional -tras la aprobación en 2017 de la Ley del Suelo y Espacios Naturales de Canarias- ha logrado marcar como territorio protegido el 42% del suelo de las Islas. En total son 310.147 hectáreas preservadas por las instituciones en una serie de acciones que, además de resguardar el suelo frente al desarrollismo a costa del territorio, defienden recursos escasos como el agua o los servicios públicos.

El impulso a muchos avances en la carrera por el respeto al medioambiente lo acaban propiciando elementos icónicos, como hoy ocurre con la niña sueca Greta Thunberg, su huelga escolar y su activismo mediático. Endiosada por muchos, vituperada por algunos, nadie puede discutirle su carácter de fuente de inspiración para millones de jóvenes que incorporan con una fuerza imparable la ecología a sus valores e ideario. El eco de la reivindicación de Greta en recuerda en Canarias a la figura de César Manrique. En el centenario de su nacimiento, el activismo del artista conejero está más vigente que nunca. Pionero en la defensa del territorio, que izó la bandera del ecologismo para hacer frente a la especulación sin control del territorio, su legado en Lanzarote es hoy un ejemplo de sostenibilidad y de respeto al medioambiente.

Canarias, además de la obra de César Manrique, presenta ejemplos prácticos de acciones que hacen frente al cambio climático. El Hierro, con la central hidroeólica de Gorona del Viento por bandera, marcó un hito este verano: durante 596 horas consecutivas -entre los días 13 de julio y 7 de agosto- toda la energía eléctrica consumida en la Isla del Meridiano se originó de fuentes limpias (eólica e hidráulica).

El esfuerzo no puede reposar solo sobre los hombros de los débiles en la escala social o de las regiones con escasa capacidad de presión contra los fundamentalismos. Los beneficiarios tienen que ser los ciudadanos, no eléctricas y cazadores de rentas energéticas. Y las responsabilidades no deben descargarse en otros, los norteamericanos o los chinos, las industrias o los despilfarradores. El problema incumbe a todos y empieza por la actitud y comportamiento de cada uno a título individual. ¿A qué sacrificios y renuncias estamos dispuestos? Únicamente multiplicando la prosperidad podrán atenderse las necesidades de la población y así evitar que los menos pudientes que no pueden adquirir coches eléctricos, instalar calefacciones o refrigeraciones de biomasa y comprar placas solares para autoconsumo sean aún más pobres. Un planeta impoluto sin medios con los que ganarse el sustento es también un planeta muerto.