Alberto Omar era, me parecía a mi, el mejor de todos nosotros. Siempre era capaz de un registro distinto: la escritura, la actuación, el humor, el drama, la poesía, el gesto, el teatro, el surrealismo, el realismo... También era el primero que llegaba, a una felicidad o a una desgracia, el más atento, el que era capaz de hacer lo sublime y lo terrestre, el amigo y el solitario.

El artista Alberto Omar. Un artista total, en fin, al que jamás abandonó el entusiasmo de seguir haciendo. Ahora lo he visto sobre un escenario, en el antiguo convento de Santo Domingo, en La Laguna, dirigiendo un recital dedicado a Pedro García Cabrera, acompañado por Reme Mamely, que cantaba y recitaba, por Elena Herrera, que también tocaba la guitarra, y por Ignacio Borges, que era a la vez el que dirigía técnicamente la sesión (abroncaba a Omar porque éste no sabía regular el micrófono), cantaba, tocaba el timple€ Al final Borges nos dio a todos un susto. Pero antes€

Auspiciados por el Área de Creación Literaria de la AMULL, que junta a los antiguos alumnos de la Universidad de La Laguna, se reunieron a las seis de la tarde del martes con el objetivo de rendir homenaje a la poesía de Pedro García Cabrera. Socialista, poeta surrealista, condenado y perseguido, hasta la muerte y más allá, aunque la vida lo salvó, desde que empezó la guerra civil. Señalado por su militancia y por sus versos, ignorantes de la época quisieron sellar su vida llena de metáforas; ingenuo y vital, alegre como un ave gomera, sobrevivió a la ignominia civil del 36, regresó del exilio y siguió escribiendo como si sus manos fueran alas de pluma sobrevolando la tierra, su tierra.

Entre las paredes del convento, esos poemas civiles, desde el amor y el mar y los montes y los pájaros hasta la raíz misma de la tierra, cobraron las resonancias de un hermoso sueño que, eso se sabe ahora, se supo, durante la represión y después, constituye la mejor poesía de la época. En sus poemas silba La Gomera, cobran las naranjas ("a la mar fui por naranjas, cosas que la mar no tiene€") el aspecto de una fruta aérea, simbólica, bellísima, y la poesía entera adquiere el símbolo de que la dotó Pedro García Cabrera: la cara humana de la condición del insular. Extrañado, íntimo, asombrado de ser hombre y a la vez pez y tierra, surreal pájaro de la noche en las cumbres€

Alberto Omar dirigía con la mirada, en medio de la seriedad admirada del auditorio, el concierto de voces que eran palabras sacadas de la espuma de mar con la que escribía Pedro García Cabrera. Era inevitable imaginar a aquel poeta risueño y ver en él, cuando lo encontrábamos por los pasillos de la ciudad y de la vida, a un superviviente milagroso de lo peor que le pasó al siglo XX, y probablemente a todos los siglos canarios€ La muerte en el mar, la muerte en la cumbre, la muerte en la noche, la muerte a la luz del día. Y él cantando siempre a la libertad, amando la libertad.

El concierto de versos y música fue un bello homenaje no sólo a la poesía sino a la vida de Pedro. Pues él fue siempre, antes y después de su secuestro por la metralla y el uniforme, un hombre ingenuo, a la espera de los versos, y aquellos cuatro intérpretes de su voz, con Alberto subiendo y bajando la mirada como para darle ritmo a cada intervención, lo resucitaban con una energía que alternaba el asombro con la alegría.

Al final decidieron que debían cantar lo más civil, y a la vez lo más alado, de la poesía de Pedro, su himno a la libertad. Amo la libertad. Ignacio Borges alcanzó el timple, se lo puso en el regazo de su rostro, y esperó la nota, hizo que sus dedos fueran parte de esa caricia veloz que precisa este bello instrumento, y se hizo canción lo que en Pedro fue poema.

Poco a poco noté, todos fuimos notando, que Borges estaba siendo atacado por el mal del cansancio, y su rostro se hizo cada vez más contraído, su camisa blanca se llenó de sudor y no supe con quién podía compartir el espanto. Pero él siguió con fuerza gritando el motto de la canción, ¡Amo la libertad! Cuando ya la mirada de Alberto dio por concluido el ritmo, Ignacio Borges cayó derrumbado. Ya en el suelo empezamos a saber qué había pasado, pero hasta el último suspiro de los versos él no se dio por vencido.

Aplaudimos todos, a todos nos acompañó el susto en esa ovación con la que acogimos todo el recital y en especial en ese instante en que Alberto, Reme, Elena e Ignacio sacaron del cofre de la vida la hermosa voz de Pedro para cantarla. Entonces Alberto se quitó el sombrero y a mi me dieron ganas de darle un beso a la frente de niño que aún exhibe.