Transcurridos casi cuatro años desde el referéndum en el que el Reino Unido inició de forma oficial su ruptura con Europa, una mayoría de ciudadanos británicos han decidido apoyar a un político rabiosamente populista, contradictorio y (al decir de muchos de sus seguidores) algo granuja a incompetente. No importa, le han votado para que acabe con el bloqueo y la incertidumbre que hoy divide a la Gran Bretaña en dos mitades irreconciliables. La aplastante victoria de Johnson ha sido una absoluta sorpresa para quienes -desde las cancillerías europeas y la administración comunitaria- han estado interpretando en los últimos años sólo las señales que les convenía o apetecía interpretar.

Es cierto que millones de británicos -las mayorías en el norte escocés y el este irlandés- no quieren el brexit, pero son más los que no soportan la idea de mantener la situación de creciente inconsistencia en la que la clase política británica se ha atrincherado, tras aficionarse al cálculo electoral y a no asumir sus responsabilidades, siguiendo las enseñanzas del precursor que montó este monumental disparate, el primer ministro James Cameron, que fue quien abrió la caja de pandora. Ahora, los británicos -aún divididos en este asunto, como siempre- han dado su propia señal sobre el camino que quieren seguir. Y lo han hecho no sólo para que en Bruselas se enteren de que el nacionalismo es hoy de nuevo el más peligroso enemigo de la construcción europea, de la idea misma de que Europa es posible, sino para que los políticos de su país -y ojalá los de otros países- descubran algo que debiera resultarles evidente: que la gente no espera cálculos y estrategias de quienes les gobiernan, espera que actúen de acuerdo con lo que dicen y defienden, y que lo que dicen y defienden sea claro y entendible por los no iniciados.

La victoria de Johnson, en realidad no es tanto una victoria del líder tory -cuestionado en su partido hasta el aplastante resultado del jueves-, ni tampoco un triunfo de la ideología conservadora. Los torys han avanzado apenas 1,2 puntos en estas elecciones, un aumento sociológicamente poco trascendente. La victoria de Johnson es -sobre todo- fruto de la derrota catastrófica de Jeremy Corbyn, un personaje acobardado y melifluo, instalado en el cálculo electoral de todas sus decisiones, que fue incapaz de dejar clara su posición sobre el brexit. Corbyn ha hundido al laborismo, perdiendo casi ocho puntos de voto popular y algunos de sus feudos históricos, casi desapareciendo en Escocia y resultando irrelevante fuera de las grandes conurbaciones urbanas. Ese retroceso, unido al funcionamiento del sistema electoral británico, en dónde en cada una de las 650 circunscripciones se elige un único escaño que gana el partido que obtiene más votos, ha hecho perder a los laboristas casi una cincuentena de parlamentarios. Si ha ocurrido no ha sido por un declive ideológico del laborismo -los conservadores apenas suben- sino por la inconsistencia de Corbin en la defensa de la permanencia en Europa. Porque para convencer a la gente de que te siga, no se puede estar en misa y repicando: o si o no, o por estar o por irse. Corbin jugó a la indefinición, a la negociación y -en resumen- a no arriesgarse. Por eso lo perdió todo. Porque quien no se arriesga a defender aquello en lo que cree, y en lo que creen la mayoría de sus votantes, no suele ganar. Al final es arrollado por los que sí dicen con claridad lo que quieren. Eso ocurre en Gran Bretaña y en todas partes.