Yo no sé si siempre fuimos así y las redes sociales solo han puesto de manifiesto nuestra natural tendencia a la exageración, pero no me digan que no estamos tirando de hipérbole mucho más de lo que la sensatez requiere.

Atrás quedan ya aquellos tiempos prudentes en los que una obra artística que estaba bien era eso: buena. Ahora, si no la tildamos de "peliculón", "excelsa", "masterpiece", "maravilla inenarrable", no nos quedamos tranquilos.

Lo mismo en sentido contrario.

Estas semanas, por lo que he leído, parece ser que se estrenaron dos productos infumables y una bazofia inmunda. Porque decir que eran ¬-o le parecían al crítico- películas malas, a secas, es imposible en esta competición acelerada por el calificativo más ostentoso.

Y, así, nos levantamos y nos acostamos entre adhesiones inquebrantables a uno y otro lado, con sus consiguientes epitetazos, a cual más salido de madre.

Hace poco me tropecé con una noticia cuyo titular y subtítulo no tenían desperdicio ni por dónde cogerlos. Ahí van: "El kamikaze de Murcia era un británico vestido de mujer. En el accidente, de proporciones bíblicas, se han visto implicados siete vehículos".

Que, ya puestos, quien lo redactó podía haber titulado "Armagedón en la autopista" y se habría ahorrado espacio para dos o tres artículos más.

En fin, que cuando un restaurante no nos gusta es espantoso, indignante, lo peor que hemos visto en siglos, una vergüenza, intolerable. Y deberían cerrarlo.

Si hemos salido satisfechos, en cambio, nada más pisar la calle estamos pidiendo para el establecimiento la estrella Michelín. Y un Goya.

A las fotos de las conocidas en Instagram no les ponemos solo el corazoncito de rigor, sino un "guapa", "preciosa", "muñeca", "princesa", "la reina del Martes Santo, el barrio entero pa ti, te como esa cara". Siempre, por supuesto, superando en intensidad los comentarios anteriores, porque a buenas amigas y falsas -falsérrimas- no nos gana nadie.

Y así se nos pasa la vida odiando y amando en cinemascope y a pantalla completa full HD con todos sus complementos y avíos.

A cada tanto subimos a lo más alto del pedestal a cien autores que son los mejores de su generación y despeñamos sin misericordia a otros cien, aun a sabiendas de que podríamos reemplazar a los unos por los otros y también valdría.

Cuando hay trifulca y polémica resulta que "arden las redes". Todo es catástrofe, apocalipsis y espeluzne. Ya lo dijo Pedro Piqueras.

Y, las discusiones que antes, a lo sumo, daban para entretenerse unas horas y se diluían luego cual pastilla efervescente, ahora se prolongan durante días. O se apagan y son rescatadas y resucitadas, varias semanas más tarde, por algún despistado. Porque que nadie nos quite el derecho inalienable a dejar clarita nuestra opinión, siempre imprescindible.

Llamamos a los futbolistas, "galácticos". A los colegas, "maestro", "máquina", "fenómeno", "monstruo", "crack". Todo nos maravilla y nos deslumbra hasta que deja de hacerlo.

Anunciamos los éxitos propios y calificamos los ajenos con una "felicidad máxima", donde antes habríamos dicho, simplemente, "alegría". Es el reino de las exclamaciones dobles, triples, cuádruples.

De modo que, cuando llega el día de adjetivar una obra maestra de verdad; esas películas, series, libros, canciones, columnas, artistas que merecen ser tomados en serio, alabados y encumbrados, que solo se encuentran una vez cada mucho tiempo, ya no nos quedan hipérboles.

O sea, que, de aquí a nada, cuando eso suceda, cuando ese destello de genialidad nos ciegue y queramos describirlo en un artículo, en las redes o en el bar, solo nos quedará pedir lo mismo que ese hincha desagallado al que, tras perder su equipo una final, se le han agotado los calificativos: "¡Denme mayúsculas más grandes!".