En una de sus formulaciones características, cargadas de patetismo, en La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo, Max Weber proclamó lo siguiente acerca del modo de producción capitalista, centrado en la técnica y en el automatismo de la maquinaria siempre nutriendo el mercado de masas: "Este cosmos del orden económico moderno determina con una coacción imponente el estilo de vida no solo de aquéllos directamente implicados en la industria, sino el de todos aquéllos que hayan nacido bajo este dispositivo automático. Y continuará así hasta el día en que por fin se consuma el último barril de combustible fósil". Esta frase no era una profecía. Era la observación anticipada del destino. Para Weber, lo profético dependía del espíritu, y el capitalismo ya lo había perdido. Por eso se entregaba a la imponente fuerza de la máquina. Para él, el espíritu había abandonado lo que llamó el stahlhartes Gehäuse, lo que se suele traducir como la "jaula de hierro" del capitalismo. Literalmente sería la carcasa de duro acero.

Con una última reserva, que muchas veces caracteriza sus afirmaciones más rotundas, Weber se preguntó si el espíritu había huido de nuestro presente para siempre. Y como gustaba insistir en el carácter sobrevenido de la historia y reafirmar aquello de que el futuro era una página en blanco, se limitó a contestar: "¿Quién lo sabe?". Como se ve, el pesimista Weber era lo suficientemente optimista como para pensar que se abriría una posibilidad para el espíritu cuando el último barril de petróleo estuviera consumido. No antes. Ese era un discreto rasgo optimista, en efecto, porque no anticipaba el reto existencial que significaría para el ser humano aguantar el capitalismo hasta que ya no quedara combustible fósil. Ese reto podía acabar para siempre con la posibilidad de que el espíritu pudiera brotar en cualquier futuro.

En la situación en la que estamos podemos ser más pesimistas de lo que fue Weber. Sabemos que, tal y como vamos, los bienes más comunes, que hasta ahora hicieron posible la vida sobre la faz de la Tierra, bien pueden dejar de estar al alcance de cualquiera. La igualdad biológica básica puede desaparecer de forma radical en el futuro inmediato. Ni el aire ni el agua común serán las condiciones naturales de la vida. Con ellos, desaparecerá el sentido básico de nuestra relación con la naturaleza, en tanto que conjunto de condiciones simplemente dadas. A partir de ahí, la vida será posible sólo allí donde técnicamente se reconstruyan esas condiciones indispensables. Lo que eso significará no lo sabemos de modo concreto, pero podemos hacernos una idea de sus efectos.

Algo sabemos por experiencia. En la historia de la humanidad no hay técnica que no se haya distribuido desigualmente. No existe ningún hallazgo técnico que no haya aumentado la desigualdad entre los humanos. Y no conocemos ninguna desigualdad que, habiendo generado superioridad radical de unos grupos sobre otros, no haya disparado la violencia entre esos grupos. Imaginemos el futuro: seres humanos que pueden respirar y beber agua sana por tener acceso a los medios técnicos suficientes para producir ambos bienes, frente a otros que deberán atenerse a las condiciones ambientales dadas. Eso dividirá a los seres humanos. Las últimas evidencias de lo que podría ser un derecho natural (respirar, beber agua) desaparecerán. La condición biológica básica (oxígeno en sangre) separará a los seres humanos. Los parámetros temporales de la vida se alterarán. El sentido básico de pureza y de contagio romperá la comunidad humana, como al principio, y no desde luego por un sentido mágico. Significará una vida envenenada o no. Debemos preguntarnos quién convencerá a los desfavorecidos de que deben aguantar esta situación.

Esta es la pregunta por el espíritu. Cuando la diferencia implique la supervivencia de la vida desnuda, aquella pregunta no tendrá respuesta. La violencia estará libre de todo componente legitimador. La lucha por la vida desnuda no puede sino regresar a la violencia desnuda. Cuando lo que esté en juego sea respirar o asfixiarse, cuando eso produzca la certeza de acortar la vida frente a los que puedan gozarla íntegra, será difícil mediar el conflicto por consideraciones de valor. Esto podría haberse aguantado al principio de la evolución de la humanidad. Tras la democratización del mundo será insoportable. No tenemos que multiplicar estas amargas perspectivas con los elementos adicionales de subida del nivel del mar, desertizaciones, emigraciones masivas, concentraciones urbanas insoportables, algo que se parece mucho a un círculo vicioso. Baste recordar que, desde el principio, esas urbes monstruosas fueron el escenario babélico que integra todo Apocalipsis.

No. Diga lo que diga Weber, no podemos dejar fuera de control este molino diabólico hasta que consumamos la última gota de petróleo fósil. No lo haremos nunca. Pincharemos hasta el centro mismo de la Tierra, buscándolo aún más hondo. Debemos encontrar formas del espíritu antes de que eso suceda. Si llegamos a esa situación sin encontrar un nuevo estilo de vida, entonces no podemos presagiar para la especie humana sino el destino de la más cruel barbarie, por mucho que los supervivientes gocen de una vida técnicamente refinada. Ya no podemos, como creía Weber, seguir pasivamente ese destino. Debemos sacudirnos esa coacción imponente. Nunca hubo un sentido más concreto y urgente de libertad. Tomar el control activo de lo que asumimos pasivamente. Esa es la clave catártica de todo. Eso es lo que siempre se llamó ethos.

Y justo cuando estamos ante esta situación dramática, el mundo ha sido desarmado de todo sentido razonable de fraternidad, de todo cemento comunitario. Y está desarmado por el intento obstinado de imponer a la vida humana, como si fuera lo único real, ese conjunto de abstracciones que constituye la gramática de la economía clásica, el homo economicus. Aquí Max Weber estuvo acertado en su pronóstico cuando aseguró, al final de La Ciencia como Vocación, que "una profecía académica sólo puede fundar una secta de fanáticos". Y eso es lo que ha formado la Escuela de Chicago, los profetas académicos del Neoliberalismo.

Así que podemos llamarlo como queramos: espíritu, principio civilizatorio, nueva cultura, hegemonía, o lo que sea. Todas estas son formas equivalentes. Pero nunca se ha configurado ninguna de estas cosas sin identificar una realidad sublime que tuviera dos características: primero, ser trascendente a todos y cada uno de los seres humanos; segundo, justo por esa condición trascendente, constituir una realidad común capaz de ser compartida potencialmente por la universalidad de los seres humanos. Sólo ese tipo de realidades, en la medida en que se consideran superiores, inspiran ese tipo de respeto sublime que traspasa la vida con una actitud constante, capaz de configurar un ethos que rija nuestra vida desde un centro último.

Eso es lo que parece que, poco a poco, está fermentando en nuestros días ante nuestros ojos. De esa intención de conservar la Tierra depende no sólo nuestro sentido como seres naturales. Depende nuestro sentido de humanidad, nuestra sensibilidad para gozar de un básica condición común, nuestra convicción de ser una especie, nuestra continuidad con la única corriente milagrosa de la vida. Sea la Tierra la nueva divinidad, como quiere Bruno Latour, o solo sea el símbolo de lo trascendente, asequible a los humanos, es la condición que nos recuerda por última vez que compartimos un destino común. Sin ella, la individualidad se cerrará sobre sí misma como una pompa de mundos virtuales. Si contamos con ella, asumiremos lo que todo ethos necesita: reconocer nuestros límites. Integrar ese sentido del límite en nuestras vidas, sin embargo, implicaría algo para lo que apenas tenemos sensibilidad. Se trataría de encontrar lo que pueda sustituir el consumo como objeto infinito. Ahí está la clave de todo principio civilizatorio, una administración diferente del principio de placer y del principio de muerte. Y eso, amigos y amigas, la cuestión del espíritu, no es ni fácil ni transparente. Es solo urgente.