En esta tierra tenemos la pésima costumbre de convertir los grandes asuntos en eternas discusiones que se eternizan. Padecemos, desde hace ya muchos años, un colapso de las principales arterias de comunicación. La gente se desespera en los enormes atascos cotidianos de las carreteras de las dos principales islas: la consecuencia inevitable de meter demasiados coches en un espacio limitado. Hacemos nuevas obras que, cuando se acaban, vuelven a ser insuficientes. Vamos corriendo detrás de la realidad y poniendo parches de piche.

El derrumbe de una parte de la cimentación de una carretera en Gran Canaria ha provocado un caos en la circulación de la isla. Es el mismo que --sin derrumbe-- padecemos todos los días en las conexiones del norte y del sur de Tenerife. Y para solucionarlo, la gran idea que se ha puesto sobre la mesa, desde tiempo inmemorial, es seguir ampliando las cintas de asfalto. O sea, ampliar la oferta disponible de viario para que se sigan sumando más y más coches al tenderete. Vamos, solo en esta isla, por setecientos setenta y seis mil vehículos para un millón de habitantes. Colocando todos los coches en fila india formarían una cola de más de tres mil kilómetros, como de Tenerife hasta París.

Cualquier ciudadano del continente sabe que para acceder a las grandes capitales la mejor fórmula es el transporte público guiado. Los trenes de cercanías transportan cada día a millones de personas que entran de forma segura y fácil a las estaciones situadas en el centro de las aglomeraciones urbanas. En las dos grandes islas de Canarias, que conforman, de hecho, una especie de ciudad-isla, llevamos hablando de esos trenes tanto tiempo como de la implantación de las energías renovables o el destino tricontinental de las islas en el comercio mundial. Hablamos y hablamos, pero no se hace absolutamente nada que no sea hacer nuevas carreteras que al poco tiempo de acabadas se demuestran incapaces de absorber los atascos o, en su defecto, los trasladan a otros puntos, que se convierten en cuellos de botella.

Poner en marcha un sistema de conexión ferroviaria lleva tiempo, es costoso y es complicado. Y mucho más en un espacio donde los escarabajos o las pencas autóctonas tienen tanto peso sociológico. Hace ya bastante tiempo que deberíamos haber puesto en marcha los proyectos y trabajos necesarios para ofrecer a los ciudadanos de las dos grandes islas un sistema de transporte eficiente que erradique el uso de los vehículos particulares de nuestras carreteras. Pero no lo hacemos. Seguimos pensando que la solución está en nuevas vías que estimularán que haya más coches. Y así, en un círculo vicioso, por toda la eternidad.

Las grandes empresas peninsulares, Adif y Renfe, son las verdaderas responsables de la movilidad y el desarrollo en la España continental (en Mallorca también hay tren). Pero en Canarias fuimos tan extremadamente listos que decidimos descargar al Estado de sus obligaciones en las islas. Nos quedamos fuera del futuro, que es este presente.