La España del Fary, del carajillo y de los mesones de carretera parece haber encontrado su expresión sociopolítica en un partido que lleva el nombre de un popular tocadiscos de hace medio siglo, o por ahí. A los chavales Millennials habría que explicarles qué es lo que fue, exactamente, un tocadiscos; pero eso no impide que algunos -o muchos- de ellos voten a Vox, como otros lo hacen a Podemos. Se trata, en realidad, de la misma tendencia a favor de lo antiguo, que ahora se llama Vintage.

Lo único raro del asunto es que esa España del tocadiscos ya no existe, aunque quizá convenga no darlo por seguro. Tres millones y medio de votantes al partido de Santiago Abascal sugieren que aún queda por ahí un fondo de nostalgias de los años sesenta y setenta del pasado siglo, cuando Alfredo Landa perseguía a las suecas por los pasillos de los hoteles.

Tampoco parece existir a estas alturas la España de asambleas de facultad que se vestía con imposibles pantalones acampanados. Y, sin embargo, otros tantos millones de jóvenes y no tan jóvenes votan al partido setentero de Iglesias que, a estas alturas del milenio, aboga por nacionalizar todo lo que se mueva y todavía no ve claro de qué lado del muro de Berlín se pasaban los alemanes al otro.

Los dos bandos nacidos de la quiebra del bipartidismo coinciden, lógicamente, en desconfiar de la Unión Europea: ese invento liberal del diablo.

Abominan también, con parecida intensidad, del llamado "régimen del 78", que nos trajo males tan variados como las autonomías, el feminismo, el neoliberalismo y la conspiración masónica y sionista de los banqueros contra el pueblo. Curiosa Constitución esta, que consigue poner de acuerdo en su contra a los añorantes del Caudillo y a los de Lenin en su versión 2.0.

Todo esto es muy viejo. Tanto, al menos, como John Osborne, el dramaturgo británico que allá por el lejano 1956 estrenó en Londres su obra "Mirando hacia atrás con ira" para expresar el cabreo de los que entonces se llamaban "jóvenes iracundos". Sesenta y pico años después, las masas de gente exasperada han cambiado el teatro por la política para expresar su rabia en las urnas, pero se trata de lo mismo.

Es la temible cólera del español sentado que no se templa jamás, de la que hablaba con melancolía Lope de Vega hace ya unos siglos.

Puestos a mirar con ira por el retrovisor de la Historia, como en la pieza de Osborne, los votantes españoles más extremados han conseguido devolver a la actualidad la guerra civil de hace ochenta años. No es de extrañar que los cineastas sigan explotando el género con gran éxito de público en películas como la última de Amenábar, a la que sin duda seguirán otras.

Poco importa que este cabreo aparentemente generalizado no se corresponda en modo alguno con la aburrida normalidad de la calle. Si el Congreso parece a menudo un remedo tardío de la batalla del Ebro, los ciudadanos allí representados no paran de llenar las terrazas para tomarse unos vinos en el ambiente relajado de una democracia occidental como otra cualquiera.

La España de los enfadados hace más ruido, eso sí, que la que disfruta de la razonable calidad de vida alcanzada en los últimos cuarenta años. Será que a izquierda y derecha hay quien echa de menos las emociones fuertes de otros tiempos.