La organización de la investigación científica no es tarea sencilla. No lo es dotar al sistema de una estructura eficiente, capaz de funcionar con agilidad y disponer de los mecanismos de gestión que eviten la camisa de fuerza de la rigidez burocrática. Tampoco lo es diseñar los presupuestos adecuados que fomenten la actividad científica, incluso en las circunstancias de penuria que generan los ciclos económicos, las crisis del sistema global, o el goteo estable que supone la corrupción. Cuando un país ha desarrollado un sistema científico con la suficiente solidez, y lo ha hecho a partir del conocimiento de sus necesidades y de la inversión pública necesaria para su funcionamiento, está en condiciones de cumplir tres objetivos importantes. En primer lugar, garantizar el mantenimiento de sus estructuras de generación de conocimiento sin que se agoten por envejecimiento de sus recursos humanos y deterioro de sus infraestructuras, lo cual va a suceder inexorablemente si no existe intervención pública a tiempo. En segundo, promover el diálogo entre los hallazgos que nos permiten interpretar la realidad y las necesidades de la sociedad -de las personas, de los mares y los desiertos, de la tierra y los cielos; más adelante, quién sabe si también del universo, una vez que, esquilmada Gaia, la especie invasora decida extenderse por las estrellas lejanas para hacer lo mismo, tras muchos eones de práctica-. En tercero, utilizar inteligentemente la producción de conocimiento y tecnología, con objeto de trasladarlo a la sociedad para su beneficio. Puede que este último aspecto resulte el más susceptible de ser manipulado por intereses ajenos, y donde la cooperación entre las instituciones públicas y la industria privada corra más peligro de desequilibrarse sin remedio. En España, el sistema científico, en el que se produjo un importante despegue en los años ochenta, lleva varias décadas bajo un grave riesgo de clausura. A la incapacidad de la política para alcanzar acuerdos en torno a cuestiones básicas -la educación, la sanidad o la investigación, entre otras-, se une el profundo desconocimiento que sus protagonistas suelen tener sobre ellas. ¿Alguien recuerda algún cruce de opiniones en torno a la educación y la ciencia, algún elemento para diferenciar las propuestas de una organización política de otra? No lo hay, porque siempre ha estado fuera del debate. La consecuencia es que, desde aquí a Bruselas, la confusión interesada entre la investigación básica y la aplicada se ha constituido en una seria amenaza para la existencia y desarrollo de ambas, sin entender que una es la causa y otra el efecto. Y cuando Europa discute cómo reducir la financiación de la primera, en España crece el rumor de que las universidades y la ciencia pueden acabar en ministerios distintos, mientras que en Canarias esa separación se consolida, aunque cambien los gobiernos, sin que nadie se atreva a criticarlo. En este país, la mayor parte de la investigación científica y humanística se hace en las universidades públicas, y olvidarlo está produciendo un adelgazamiento de sus recursos que puede acabar en inanición.

La esencia del cambio climático consiste en que pretenden salvarnos de sus consecuencias, eventualmente letales, las mismas personas que lo han provocado. Entre ellos sobresale Javier Superbardem, en cuanto usuario preferente de la línea aérea Madrid-Los Angeles, pasajero frecuente de jet privado y propietario de una fortuna familiar estimada en cien millones de euros. Oh, sorpresa, la contaminación es proporcional a los ingresos económicos. Aunque Superbardem se refugiara en una cueva para practicar el estilo de vida troglodítico, su dinero seguiría emponzoñando el planeta por los mismos cauces financieros que nos han conducido al preapocalipsis. Y ni siquiera este artículo solidario le sugeriría que se aplicara la recomendación evangélica de repartir su riqueza entre los pobres.

Greta Thunberg puede presumir de pureza, por lo menos hasta que lleve diez años de predicadora, pero a Superbardem no le alcanza la presunción de inocencia. Su opinión sobre el cambio climático posee la misma enjundia que su análisis detallado sobre el futuro de la emisión de positrones. Sin embargo, actuar es fingir con profesionalidad, por lo que sorprende que un actor de su categoría no haya memorizado correctamente su primer papel de superhéroe.

El único objetivo del discurso de Superbardem era insultar al presidente de Estados Unidos (63 millones de votos) y al alcalde de Madrid (900 mil apoyos). Hemos pasado de los tiempos en que los cómicos eran simples bufones, a la exaltación en que se les permite expedir títulos de estupidez. La rectificación posterior solo tenía por objeto salvaguardar la taquilla, ningún mito puede enfrentarse con la mitad de sus potenciales clientes. ¿Qué tiene que ver todo esto con el cambio climático? Lo mismo que el discurso del actor. Si al planeta tiene que salvarlo Superbardem, la situación es más dramática de lo que imaginábamos.

Cada vez veo menos la televisión (si cabe?). Tras el barrido de rigor por los infinitos canales, decido invariablemente escuchar la radio, leer un libro o escribir algún artículo como el presente, que me sirva de terapia contra la decepción. Por fortuna, salvaguardo mi cuota cinematográfica como oro en paño acudiendo cada domingo a las salas de proyección. La cuestión es que he vuelto a constatar que, en otra muestra más de originalidad, la mayoría de las cadenas televisivas, tanto privadas como públicas, se siguen apuntando al filón de los concursos infantiles con el ánimo de reproducir las rentables fórmulas de éxito de similares formatos para adultos. Ni qué decir tiene que la guerra por las audiencias les obliga a simultanear ofertas casi idénticas con el único requisito de cambiarles el nombre y el día de emisión.

Se tengan hijos o no, las dotes de imitación de los más pequeños son por todos conocidas, constituyendo uno de sus recursos por excelencia para integrarse en el mundo de los mayores. También resulta una realidad incontestable que algunos de ellos poseen unas cualidades especiales para el desempeño de determinadas actividades artísticas, entre ellas la música, manifestada a través del canto, el baile y la interpretación. Hasta aquí, nada que objetar. De hecho, han existido, existen y existirán vías adecuadas para encauzar ese particular talento, ya sea a través de conservatorios, academias de danza o escuelas de teatro.

Lo que, en mi opinión, resulta denunciable es la utilización mediática de una serie de chavales que, víctimas de un casting cuyo objetivo primordial es engordar las arcas de las grandes productoras, se exponen a dar una imagen bastante lamentable de sí mismos y a poner en riesgo el deseable desarrollo psíquico asociado a su corta edad. Flaco favor les están haciendo los conductores de esas galas y los miembros de los jurados con sus comentarios y valoraciones. Pero, como quiera que la capacidad de autoengaño del ser humano es infinita, los promotores de estos shows suelen defenderse diciendo que, a pesar de su corta edad, los participantes en cuestión están ahí por voluntad propia y saben perfectamente lo que quieren. Y es justamente ahí donde, a mi juicio, radica la principal falacia porque, por la misma regla de tres, también podrían decidir dejar de acudir al colegio o no tomar una medicación que les hubiera prescrito su pediatra, por citar solo un par de ejemplos.

Cuando les observo emular a los famosos, con atuendos a menudo deplorables, gestos fuera de lugar o coreografías salidas de tono, no puedo por menos que entristecerme, cuando no abochornarme, al tiempo que me pregunto en qué estaban pensando exactamente sus padres cuando firmaron el contrato. Yo, que también soy madre, no dudo que adorarán a sus hijos. Incluso esgrimirán en su descargo que son felicísimos actuando delante de las cámaras y siendo los más populares del colegio. Dirán asimismo que ellos no tienen la culpa de que sus criaturas rebosen arte por los cuatro costados. Visto así, en vez de criticarles, quizá hasta debería agradecerles el gesto de amenizar con la carne de su carne las noches de esta España en la cuerda floja. Pero no puedo.

Por más talento artístico que muestren o por fuerte que sea la personalidad que posean, todos los niños están llamados a vivir una infancia entendida como tal. Esa es la razón por la que los psicólogos alertan insistentemente sobre el doble peligro de arruinar la etapa fundamental en la formación de la personalidad y de alcanzar la madurez sin una sólida base previa, lo más alejada posible de una idea errónea acerca del éxito. Por lo que supone de falta de respeto a los menores y a la protección de su ingenuidad, personalmente me aterra esta sobreexposición infantil en horario de máxima audiencia. Y me cuesta un mundo disimular mi tristeza.

La España del Fary, del carajillo y de los mesones de carretera parece haber encontrado su expresión sociopolítica en un partido que lleva el nombre de un popular tocadiscos de hace medio siglo, o por ahí. A los chavales Millennials habría que explicarles qué es lo que fue, exactamente, un tocadiscos; pero eso no impide que algunos -o muchos- de ellos voten a Vox, como otros lo hacen a Podemos. Se trata, en realidad, de la misma tendencia a favor de lo antiguo, que ahora se llama Vintage.

Lo único raro del asunto es que esa España del tocadiscos ya no existe, aunque quizá convenga no darlo por seguro. Tres millones y medio de votantes al partido de Santiago Abascal sugieren que aún queda por ahí un fondo de nostalgias de los años sesenta y setenta del pasado siglo, cuando Alfredo Landa perseguía a las suecas por los pasillos de los hoteles.