Como si se estuviera consumando una maldita y oscura vuelta atrás, los asesinatos de mujeres, cometidos en su inmensa mayoría por hombres cercanos, parecen normalizarse en nuestra aceptación de las miserias cotidianas. Al menos, hasta que la sangre asome por debajo de la puerta y nos acabe mojando el borde de los pantalones. Ya no hay día en que las portadas de los periódicos no reproduzcan una fotografía de la víctima, en lo que parece ser una humillación amplificada y normalizada de su destino como producto de casquería. Es como si la matáramos una y otra vez entre todos; como si repitiéramos la puesta en escena, variando levemente la decoración y el paisaje; como si compartiéramos el morbo de los gacetilleros sin tema y sin escrúpulos; como si continuáramos alimentando la colección de imágenes que hemos ido completando para ilustrar los tratados de ciencia forense y la antología del crimen de género; como si, a través de un salto en el tiempo, el espíritu del macho asesino que asolara el barrio londinense de Whitechapel en 1888 hubiera decidido dejar atrás la individualidad para impregnar las calles, a través de un proceso de imitación que se activa tras cada representación. En la relación canónica de la época, la primera víctima se llamaba Mary Ann Nichols, y del interior de su vientre se había extraído el útero. La última aceptada por la heterodoxia fue Mary Jane Kelly, que apareció destripada en su camastro, sin la totalidad de sus vísceras abdominales y sin corazón. Más allá del dogma y del mito, la serie de Whitechapel se extendió, al menos, a cuatro asesinatos de mujeres más, dividiéndose la academia y la tertulia entre quienes sostenían que estos últimos no fueron obra del iniciador de la saga, sino que los autores habrían imitado el modus operandi del Destripador para despistar a la madera victoriana, y quienes pensaban que el firmante del montaje seguía siendo el mismísimo Jack. Si entonces aquel pútrido barrio del East End londinense contenía el caldo de cultivo más eficiente para que el asesinato y vaciado de prostitutas resultase una práctica segura, a mediados del siglo pasado, tras la guerra civil, en España, el frío del invierno se disimulaba alimentando braseros bajo la mesa camilla, mientras la prensa de consumo promocionaba lo que se dio en calificar como "crímenes pasionales". El apasionado siempre era un hombre y la víctima una mujer, a la que no era muy difícil achacar, a lo largo de la brillante crónica de sucesos, cierta actitud casquivana que justificaba la manifestación de aquel conflicto entre amantes. La historia no es nueva, sino vieja como el mundo que hemos diseñado y mantenemos en marcha. Lo que es nuevo, aquí y ahora, es que la ideología que niega la realidad, el banderín de chulos que se habían mantenido agazapados en la intimidad de la montería y la misa de campaña, haya ocupado a la carrera los parlamentos, gracias a la alfombra roja que han puesto bajo sus pies los patriotas.