Hace casi cuatro décadas, Isaac Asimov escribió un libro titulado ¡Cambio!, en el que se adelantaba a los principales avances que nos depararía el futuro y a los problemas que ese futuro comportaría para la humanidad. Escritor de ciencia ficción y divulgador histórico y científico, Asimov fue de los primeros en alertar sobre las dificultades que para la Humanidad supondrían el cambio climático y el calentamiento global. No era un catastrofista, todos sus cuentos y narraciones rezuman un optimismo casi militante, una fe ciega en el progreso, y siempre creyó que la ciencia tendría las respuestas para poder afrontar los retos a los que se enfrentara el ser humano, pero siempre estuvo preocupado con la que consideraba la peor tragedia para la especie: no lograr avanzar lo suficiente en la transformación de los mecanismos de generación de generación de energía para poder detener la emisión de CO2 a la atmósfera, antes de que el planeta se convirtiera en invivible.

Lo cierto es que, muchos años después de que la comunidad científica comenzara a expresar su temor a que el cambio energético no llegara a tiempo, la Cumbre Mundial del Clima, que se celebra de rebote en Madrid, tras el rechazo de Brasil y la violencia desbocada de Chile, ha llegado ya a la mitad de su recorrido sin que se hayan producido ni anuncios significativos ni compromisos importantes: los representantes de poco menos de esos 200 países que han acudido a la cita de Madrid siguen anclados en el listos de los acuerdos de París, fundamentalmente en la ampliación de los criterios que han de definir el mercado de compraventa de emisiones, un sistema que no parece lo suficientemente ambicioso para provocar la revolución ambiental que el planeta necesita. Es cierto que la decisión de los dos principales territorios emisores de CO2 -EEUU y China- de incumplir los acuerdos no favorece un consenso internacional que vaya más allá de los compromisos de la cumbre de París. EEUU y China se han convertido en un enorme lastre: el mayor consumidor de energía del planeta, por decisión personal de la Administración Trump, que ha manifestado claramente su absoluto desinterés y desafección por los propósitos de la ONU, y China, porque el país necesita mantener su actual crecimiento energético y económico, y hasta que entren a funcionar el centenar largo de minicentrales nucleares que está construyendo, sólo puede lograrlo quemando carbón, el más contaminante de los combustibles fósiles.

La movilización ciudadana contribuye sin duda a modificar la sensibilidad pública sobre la emergencia climática. Pero lo que hagan los ciudadanos, con sus decisiones personales, es sólo una parte del problema. Sería iluso pensar que la sociedad occidental va a modificar sustancialmente sus hábitos de consumo energético. De hecho, no ocurre así, a pesar de la creciente toma de conciencia de la población. Sin el concierto de políticas estatales, y de inversión privada en la investigación de nuevas fuentes de energía no contaminantes, el esfuerzo ciudadano por el reciclaje puede ser completamente inútil. Más allá de discursos y compromisos vacuos, lo más interesante de esta edición de la Cumbre ha sido la presentación de los avances en locomoción pública y privada con motores de hidrógeno, aún demasiado caros, pero hoy completamente viables. Ese es el camino de la iniciativa empresarial, un recorrido que no detienen los cambios de gobierno ni las políticas cobardes, el camino que señalaron visionarios como Asimov, y que hoy, cuarenta años después, ya está aquí.