Creo que en una columneja de estas expresé mis reservas -un fisco irritadas- por Greta Thunberg. O para ser más exactos: sobre la intervención protagónica de niños y preadolescentes en grandes (y previsiblemente complejos) debates políticos. Mis reservas, sinceramente, siguen intactas, y sin embargo no puedo menos que sentir una creciente simpatía por la jovencísima Greta y por movimientos como el que originalmente lideró, Fridays for Future. He cambiado por dos cosas. Primero, por los ataques despiadados y miserables contra Thunberg aullados por negacionistas de la crisis climática de todos los pelajes, desde la derecha más tarada a la izquierda más retrógrada (sí, también hay negacionistas de izquierdas, solo algo más sutiles). Ha sido una cacería repugnante, indefendible. Al parecer está muy mal que una adolescente lidere o simbolice una causa política, pero es justo y necesario tratarla de marioneta, imbécil y perversa gilipollas. Segundo, porque Greta Thumberg en realidad lo que pone a disposición del movimiento es un signo abierto, ella misma transmutada en metáfora de un futuro que, para llegar, debe oponerse a las tendencias suicidas del presente: este nuevo capitalismo financiero y globalizado que se niega a ser salvado de sí mismo.

Por supuesto que la marcha contra la crisis climática de ayer en Madrid -y casi todos los frentes abiertos en esta lucha- estuvo embadurnada de un buenismo narcisista e insufrible. El peor buenismo es aquel que asume la propaganda ecologista de los poderes públicos y las grandes empresas multinacionales: no utilices el coche en los trayectos cortos, discrimina en tu producción de basura y mete cada porquería y cada detritus en los contenedores que correspondan, no ensucies las calles, no dejes las luces de tu casa encendidas cuando salgas. Por desgracia, aunque todos cumpliéramos estos sagrados mandamientos, el impacto de nuestro ejemplar comportamiento en la contaminación planetaria sería marginal. Creo que era Edward Thompson, en su libro La formación de la clase obrera en Inglaterra, el que recordaba campañas dirigidas a los trabajadores textiles en el primer tercio del siglo XIX para que salieran de pobres y cuidaran la salud: no gastes en ginebra, airea y limpia tu cuartucho a diario, visita la iglesia, no fumes ni digas malas palabras, procura que tu hijo trabaje cuanto antes para que no caiga en la ociosidad, madre de todos los vicios. No había manera de vivir mejor y tener un entorno digno ateniéndose a semejantes reglas, por supuesto. Algo similar ocurre ahora con la crisis climática.

Los peligros inminentes del Antropoceno no son la suma de malos comportamientos individuales, sino un rasgo constitutivo y estructural del modelo de desarrollo económico que se expande y tiene responsables políticos, empresariales y culturales evidentes. Para evitarlos será necesaria una estrategia global -y en eso aciertan los movimientos y grupos que enarbolan a Greta como estandarte- que deberá utilizar los viejos métodos de los obreros que rechazaron las grotescas campañas de sus patrones y sus curas y conquistaron sus derechos: huelgas, protestas, votos, concentraciones, asambleas, alianzas políticas y sindicales, etc. Esto no va de separar basura, sino de que no nos separen los unos de los otros convenciéndote de que si tiras el plástico al contenedor amarillo la Tierra te librará de todo mal.