Este 6 de diciembre de 2019 nuestra Carta Magna cumple cuarenta y un años y, de nuevo, dicho acontecimiento se festeja a través de actos institucionales, mientras la mayor parte de los medios de comunicación rescatan de sus hemerotecas no sin nostalgia aquellos inicios de nuestro Estado Constitucional. Por supuesto, no faltan quienes afrontan esta fecha tan señalada con desconfianza y hasta con desprecio, ya que no se sienten identificados en absoluto con dicha Norma Suprema. Personalmente, considero que existen sobradas razones para la celebración, pero también para la reflexión. La opción de limitarse a aplaudir mientras permanecemos ciegos ante la necesaria revisión que requiere el texto constitucional me parece tan desacertada como la de negarse a reconocer cerrilmente los innegables logros y aciertos que durante estas más de cuatro décadas debemos a la cúspide de la pirámide normativa.

A lo largo de su articulado se proclaman ideales, derechos y principios sagrados que no podemos ignorar. Por ello, resulta paradójico que muchos de los que hablan del texto con desdén, en ocasiones lo hagan desde la ignorancia, aunque curiosamente al amparo del sistema de libertades que les reconoce y garantiza. Su preámbulo consagra el deseo de establecer la justicia, la libertad y la seguridad, de garantizar una convivencia democrática y un orden económico y social justo, de consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular, de proteger a todos los pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones, así como de establecer una sociedad democrática avanzada y asegurar a los ciudadanos una digna calidad de vida. Sinceramente, resulta casi imposible no sentirse identificado con un proyecto así.

En honor a la verdad, hay que decir que esos objetivos se han cumplido solo en parte. Sin embargo, los fines no alcanzados y los aún no consolidados no pueden servir como arma arrojadiza para desprestigiar la norma que los proclama sino, en todo caso, para pedir cuentas a los que no han sabido desarrollar políticas adecuadas para no reducir a mera utopía los conceptos recogidos en el Preámbulo.

Ahora bien, tampoco debemos ser tan injustos como para echar toda la culpa a los representantes públicos que hemos elegido y, en no pocas ocasiones, reelegido. La triste realidad es que la ciudadanía ha preferido despreocuparse de la vida pública, argumentando a menudo que ni le importa ni le incumbe. Ha mirado hacia otro lado ante la corrupción, ha sido dócil y permisiva con los gobiernos de su cuerda pero ha castigado severamente a los de la tendencia contraria, y se ha dejado llevar más por el puro rencor electoral que por un razonamiento meditado. Resulta demasiado habitual dejarse llevar por un titular mediático o por un eslogan atrayente y, al mismo tiempo, prescindir de la necesaria labor crítica que define a las personas maduras. Por más que nos cueste reconocerlo, la responsabilidad de la actual situación recae en gran medida sobre nosotros mismos, los propios ciudadanos. Celebremos, pues, porque hay mucho que celebrar. Pero reflexionemos también, porque hay mucho que mejorar. Avancemos por la senda del constitucionalismo con sus valores, principios, derechos y libertades. Sigamos confiando en la esencia de un modelo que, sin duda, es el más adecuado para nuestro desarrollo como sociedad. No tengamos miedo de reconocer que, después de tantos años, hemos detectado errores y deficiencias que queremos enmendar, pero acertemos con el diagnóstico. Modifiquemos la Constitución para perfeccionarla, no para destruir lo que representa. Y no confundamos más el origen del problema, porque los inconvenientes no radican ni en el sistema constitucional ni en los valores que representa. Valorémosla, respetémosla y centrémonos en lo que nos une, que es muchísimo, y no en lo que nos separa. Solo así conseguiremos el objetivo común de progreso y concordia para este magnífico país que debe ser la casa de todos.

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