En La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954) un periodista cotilla que espía a sus vecinos descubre accidentalmente un asesinato. El cine a veces imita la realidad y uno de los sentimientos que con mayor fidelidad ha recogido el celuloide es la inagotable curiosidad que tenemos por conocer la vida de los demás. La información es poder. Y es dinero para quien pueda conocer nuestros deseos y vendernos sus productos. Cada uno de nosotros se ha convertido en una especie de mercancía para los demás. El big data, los billones de datos que se mueven en la red sobre todos nosotros, tiene aplicaciones comerciales. Pero hay otras mucho más inquietantes.

El mundo que vivimos después de los brutales atentados de Nueva York, Madrid, Paris o Londres ya no es el mismo que habitaron nuestros abuelos. El miedo se ha convertido en un combustible social y político. La primera guerra televisada en directo, con los bombardeos de Irak, fue solo un espectáculo que les pasaba a otros. Pero alguien decidió que había que llevar la muerte hasta los tranquilos espectadores. Y desde entonces se ha instalado un reino del terror del que nadie, en ningún lugar, está a salvo.

Estados Unidos, con las medidas excepcionales del Patriot Act, dio el primer paso. La cuna de las libertades individuales de los ciudadanos ante el Estado abolió de forma aparentemente temporal los derechos del individuo ante la necesidad del Estado de vigilarle, detenerle o entrometerse en el ámbito de sus libertades. Y paso a paso, todas las democracias occidentales se han ido convenciendo de la conveniencia de vigilar preventivamente a los habitantes de su país.

La ciudad de Madrid -entre otras muchas- está instalando una tupida red de cámaras capaces de detectar, analizar y comparar con un banco de datos millones de caras de ciudadanos. Se han puesto en estaciones de metro, con la excusa de detectar carteristas. Se están colocando en el recinto ferial de Ifema, en centros comerciales, aeropuertos y estaciones de transporte terrestre. Están ya en Gran Vía, Azca, Plaza Mayor, Puerta del Sol o Castellana. Y la red se sigue extendiendo.

Las autoridades sostienen que el feliz ciudadano no tiene nada que temer, porque solo quieren detectar las caras de los criminales. Y señalan que las cámaras son necesarias para resolver crímenes. Se vienen a sumar al control del teléfono movil. Con él estamos dando una información permanente de nuestra geolocalización y nuestras compañías guardan perfectamente almacenados los últimos años de correos, chats y llamadas. Hoy esos datos solo pueden ser requeridos por un juez. Mañana, quién sabe.

Nos adentramos en un mundo totalmente distinto al que habíamos conocido. Uno en el que toda la información de una persona está al alcance de un golpe de tecla de algún departamento del Estado que puede acceder a todos los datos relevantes de tu vida. O de grandes compañías que pueden comprar tus datos como potencial cliente. Los gobiernos nos encuestan. Nos estudian. Escudriñan nuestras opiniones e ideologías. La desaparición del dinero en efectivo, para que todas las transacciones se realicen con tarjetas de crédito o pagos electrónicos, está ahí a la vuelta de la esquina y permitirá a los algoritmos saber qué compras y dónde, cuáles son tus gustos, tus costumbres e incluso tus enfermedades, por los medicamentos que adquieres.

El Estado protector ha pasado a ser un Estado observador. Es el Gran Hermano que está creando el ojo de cristal con el que nos grabará y nos catalogará. Es un frío programa informático que nace sobre el caldo de cultivo del miedo. Las sociedades están dispuestas a que se las vigile a cambio de una sensación de mayor seguridad.

El mundo que vivimos es un gigantesco plató de televisión en donde poco a poco las grandes corporaciones y los gobiernos más poderosos nos observan y nos manipulan. Conocen nuestros deseos, predicen nuestras conductas y nos incentivan para consumir en una determinada dirección. La intimidad es un derecho tan frágil como una débil capa de hielo y el tiempo la derretirá. No somos personas, sino códigos y números que alguna silenciosa máquina tiene en sus intestinos. Para cuando haga falta.