En días sucesivos, una noche y una mañana, me encontré en sendos restaurantes del barrio de Chamberí, en Madrid, al abogado Javier (o Xavier) Melero. En esos momentos él empezaba a ser el famoso defensor, sobre todo de Joaquim Forn, conseller de Interior de la Generalitat en la época en que el president Puigdemont declaró (y no declaró) la República de Catalunya.

La primera vez que nos vimos, a la puerta de un restaurante al que llegábamos demasiado temprano, ya lo había visto en la televisión. A pesar de mi edad ya tan avanzada y del hecho de que soy periodista, fui más tímido que aguerrido, y sólo intercambié con él algunas gentilezas. No precisamente por lo que advertía en las crónicas del juicio que dirigía Marchena en el Supremo, sino por el aspecto y por la actitud del abogado, una simpatía cierta, como si estuviera ante uno de aquellos amigos del Taita al que me llevó por primera vez, en Barcelona, mi amigo el arquitecto Pepe Pasqual.

Aquella gente de Barcelona era así, bien vestida, suelta, interesada en lo que tú estuvieras diciendo, capaz de la broma y de la confidencia. Y ese era el aspecto de Melero, de quien sabía bien poco. Así, a la vista, vestido con mocasines que elevaban muy poco su estatura ya suficiente, con ropas ligeras, como las que describe a otros en el libro que motiva este texto, y con el pelo desenvuelto en su muy bien administrada escasez.

En aquel primer encuentro apenas hablamos de lo que entonces yo pensé que era una pasión común, el Barça, pero por lo que leo ahora en su libro (El encargo, Ariel) lo suyo es el boxeo. ¡Sabe ya, porque se lo sopló Marchena, que es de los nuestros, hasta de nuestro Sombrita! En el segundo encuentro, en el que yo estaba con el escritor Julio Llamazares, en un restaurante italiano que sale en su libro, ya la charla fue algo más abundante. Aunque se deslizó el inevitable Barça (él, muy educado, no me sacó de la facundia de mi pasión), la presencia de Julio derivó el breve encuentro hacia otras pasiones, en especial la literatura. Él le confesó a Julio ser su lector, y quedamos para hablar, otro día, de literatura. Su trabajo, defender ante el Supremo a Quim Forn, sobre todo, pospuso ese encuentro que ya no se ha producido, al menos hasta ahora.

Ahora he vuelto a ver a Melero. Presentaba, en una muy buena librería de Madrid (en la que hay abundancia de libros religiosos, por cierto), ese libro El encargo. Un abogado en el juicio del procès, editado por Ariel. Ya se conoce que abundan libros de urgencia, políticos o judiciales, o periodísticos, en los que algo que acaba de ocurrir y es espectacular o espeluznante o maravilloso, tiene en seguida su correlato editorial. Están también los testimonios tomados al minuto, y en ese terreno es ejemplar el de mi compañero Pablo Ordaz, que hizo de ese mismo juicio unas crónicas modelo de exactitud metafórica y que ahora son libro (El juicio sin final. Círculo de Tiza).

Este libro que Melero presentaba este martes en Madrid, con la ayuda de Arcadi Espada, se parece al Melero que ahora conozco, y que se parece, en su desenvuelta elegancia, a aquellos amigos del Taita: encargado por protagonistas del procès de defender a relevantes personalidades del movimiento independentista, asume con éxito profesional su trabajo. Una vez realizado éste como abogado, asume la tarea de contarlo, como escritor y como ciudadano, al gran público. El resultado es una excepcional muestra de saber andar sobre aguas turbulentas sin perder, en ninguno de los afluentes o riscos, la dignidad de su propia alma. Ni una vulgaridad ni una impostura. Una independencia emocionante en un universo de incendiadas banderías.

No es un libro común; al contrario, es un libro extraordinario. Como el abogado. Ni presume de valentía por incluir en su libro opiniones propias que dejan al descubierto insólitos descuidos, formales y políticos, de los que armaron tal lío, ni oculta que él mismo, cuando este encargo concreto no estaba en la agenda incendiada de este movimiento, avisó a los arquitectos del procès de lo que luego, en medio del estupor, se les vino encima.

Un libro magnífico, una conversación rabiosamente humana y literaria con un suceso que ahora marca ya un pasado, un presente y un futuro que no sería este guirigay si en el ambiente hubiera habido la elegancia serena de más abogados o más ciudadanos como este tipo insólito y fuera de lo común.