Poco a poco, la banca va subiendo los tipos de las hipotecas. Al mismo tiempo, los pisos de nueva construcción van subiendo de precio. Los alquileres inmobiliarios han sobrepasado todas las medias y se cotizan en máximos. Las insolvencias van creciendo en las empresas. El estado incumple el objetivo de déficit y las previsiones sobre el crecimiento económico bajan cada vez que se reevalúan.

Ahora es cuando hay que hacer la apuesta mayor. ¿Queremos una sociedad subsidiada que garantice la comida día a día o aspiramos a un empleo sostenible y mientras tanto agradecemos una renta de subsistencia o una prestación por desempleo?

Si queremos un subsidio y renunciamos a la legitima aspiración de progresar en vez de sobrevivir o apostamos por regenerar los sectores tradicionales empresariales y fomentamos los nuevos y disruptivos para generar más y mejor empleo, en ambos casos los presupuestos deben ser distintos. Cuando no, diametralmente opuestos.

Exigir el derecho constitucional al trabajo, se nos antoja lo más plausible, pues todas las políticas de empleo o de inversión e incluso la capacidad para devolver la deuda que solicitamos antaño, pasa por incrementar la recaudación y sostener un estado del bienestar sin ahogar a la fuente de creación de empleo y riqueza.

Algo así como no matar a la lechera soñadora, ni agujerear el cántaro, ni contar cuentos sobre lo que haremos con su contenido.

Vienen tiempos de bajo crecimiento económico y empleo. No se trata, solamente, de administrar los recursos que tenemos, sino de ser eficiente en la asignación de recursos y no confundir síntomas con diagnóstico, pues el futuro recogerá lo que brote de las semillas plantadas.