Los Cabildos quieren elegir a sus directores insulares de área por vía digital. O sea, al dedazo. Si lo quieren mirar de manera bondadosa, los presidentes desean poder elegir a sus equipos con criterios políticos, como una extensión ideológica del Gobierno. Si se analiza con mayor sentido crítico, se trata de ampliar el poder discrecional de los dirigentes. ¿Por qué conformarse con veinte o treinta puestos de confianza si puedes colocar a cincuenta?

Hace ya mucho tiempo que los partidos políticos se han transformado en una empresa de colocaciones. Hay gente que lleva en cargos desde que Franco era cabo corneta, sin que se le conozca otro oficio ni beneficio que su paso por diferentes puestos siempre en la vida pública. La trayectoria curricular de una gran parte de la clase política es una sucesión de puestos designados por sus venerados jefes de filas.

Cuando Pablo Iglesias y los suyos desembarcaron en la vida pública nos sacudieron, elevando al discurso habitual la definición peyorativa de una "casta" política embebida en crear leyes que les favorecían descaradamente frente al resto de los ciudadanos. El acceso a dádivas y privilegios de lo público, al que hasta entonces se habían dedicado en exclusividad los burócratas de manguitos, se democratizó y pasó también a manos de los dirigentes de las grandes formaciones ideológicas. Es una evidencia que los empleados públicos tienen una serie de condiciones que no se extienden al resto de los trabajadores del sector privado. Disfrutan de mejores salarios, son invulnerables al despido ordinario y acceden a anticipos de sueldos, ayudas sociales y asistenciales que ni huele de lejos el resto de la clase trabajadora. Lo que en principio fue una garantía de que los empleados públicos estaban blindados frente a la discrecionalidad del político de turno se ha transformado en un estatus de protección frente la ineficacia.

Los viejos rockeros nunca mueren, pero, como la energía, se transforman. Los que venían a cambiar a "la casta" han mutado velozmente en aquello que combatían. Piden hipotecas privilegiadas con cargo a sus salarios públicos, designan a sus equipos desde el nepotismo y la fidelidad clientelar y se aferran al poder como un náufrago a los restos del hundimiento de sus ideas. Entre las muchas reformas que España tiene pendientes está la de la productividad de la cosa pública. Hay funcionarios que trabajan y se esfuerzan y a los que les cabrea enormemente un sistema en el que no se les valora. O mejor dicho, se les valora con el mismo rasero que al vago que no dispara un palo al agua y está sentado justo a su lado. Ningún partido ha tenido los bemoles de aplicar criterios de eficiencia y productividad, hoy perfectamente medibles, en el trabajo de la administración del que viven, directa o indirectamente, cuatro millones de empleados. ¿Cómo van a hacerlo? Los partidos ya no son estructuras que representan el interés de los ciudadanos. Son empresas, subvencionadas, de trabajo temporal.