Crucé este jueves la calle del Castillo por la Calle del Norte; pasé por la Librería La Prensa, vi los azulejos de Nitrato de Chile, me acerqué a la muy callada Calle de La Palma, me fijé en la puerta semicerrada (así del Círculo de Bellas Artes, y llegué hasta la Plaza de la Candelaria, la de los grandes bancos. Al pasar por la Calle del Norte me vinieron recuerdos que tengo en la memoria como un tesoro de la adolescencia.

Recordé el primer día que entré en este periódico, EL DÍA. Me había convocado a la vieja Redacción don Ernesto Salcedo, su director. Él era un hombre bajo de estatura, elegante, siempre vestido con camisa blanca y corbata, y traje oscuro. Por las tardes ya era otro hombre, más campechano, un tertuliano silencioso, o sentencioso, que tomaba los whiskies en el cercano bar Sotomayor.

Entonces EL DÍA era un periódico de tamaño sábana que yo leía a diario. Leía también La Tarde, donde colaboraba, después de que haberlo hecho en el Aire Libre de don Julio Fernández y en la Jornada deportiva de don Domingo Rodríguez. Don Julio era un hombre muy generoso, y muy ingenioso; mientras él pudo dirigió su semanario de los lunes, hasta que se prohibieron otros periódicos que no fueran las Hojas del Lunes. Don Julio era administrador de EL DÍA y escribía aquí una sección, Mojo de cilantro, donde había muy buena escritura y una amenidad inimitable. Don Domingo, hermano de don Leoncio, fundador de La Prensa, de donde viene este periódico, era un señor muy simpático, que hacía bromas mientras corregía galeradas, de la Jornada o de EL DÍA, caminando por los pasillos.

Salcedo me preguntó qué tal me trataban en La Tarde. En La Tarde me trataban muy bien; Alfonso García-Ramos era el maestro que me explicaba los hallazgos y virtudes del oficio y don Víctor Zurita era un misterioso señor que fumaba puros y vivía en su rincón dando órdenes de periodista viejo. Mis horas más felices eran cuando cerraba el periódico, yo me hacía el encontradizo y Alfonso me llevaba en su Peugeot verde hasta el Colegio Mayor San Fernando, donde viví mientras estuve en la Universidad de La Laguna. Todas esas cosas pasaban, le dije a Salcedo, pero allí no tenía ni sitio ni máquina de escribir.

Salcedo, que era inteligente y muy listo, me atajó ahí y me dijo: "Pues aquí tendrás sitio y máquina de escribir". Esa expresión, máquina de escribir, era muy importante en mi vida: para comprar una máquina de escribir trabajé en los Hernández, en el Puerto de la Cruz, cuando tenía trece años; una máquina de escribir era el objeto de mis sueños: por la noche simulaba soñar con ella, en efecto, para convencer a mis padres de que eso era lo que tenían que traerme por Reyes. Nunca vino por esa vía, sino gracias a lo que don Ismael Hernández me pagaba por ordenar albaranes.

Entré a EL DÍA al día siguiente de aquella conversación con Salcedo. Y como al día siguiente EL DÍA se mudaba de la Calle del Norte (que también se llama de Valentín Sanz) a la avenida de Buenos Aires, fue en esta nueva sede, llena de máquinas de escribir grises y de mesas de formica igualmente grises, fue en esta demarcación donde entré a ser el periodista que fui siendo. Ahora que pasé por la Calle del Norte me acordé de todas estas incidencias que, al fin, me dieron acceso, en una Redacción, a una máquina de escribir.

En la sede de la Avenida de Buenos Aires pasaron historias y novelas, hechos de enorme significado para todos los que estábamos allí. Pero lo que está plásticamente en mi memoria como un síntoma de lo que allí sucedía eran las medianoches de Juan Pedro Ascanio, al que llamaban el Chato. A las doce en punto de la noche él interrumpía su tarea de componedor de la primera página del diario, se venía a la Redacción y, de pie, junto al archivo fotográfico, se tomaba un helado de vainilla. Hasta que no venía Ascanio a vernos escribir parecía que el periódico no estaba hecho. Recuerdo que entonces a él le gustaban los recuadros negros, las letras robustas. Y los helados. Inolvidable Ascanio, recitando en la calle, aun con Franco vivo, la Oda a Stalin de Pablo Neruda, y haciendo en EL DÍA, con trazos negros y con una voluntad de acero, el Tagoror Literario. Salcedo me dijo: "Tendrás máquina de escribir y en el periódico tendremos un suplemento, como lo tiene La Tarde". Cuando lo llamamos Tagoror nos criticaron por usar el guanche para nombrar algo. Y es que entonces no se podía escribir ni guagua ni papa? Pero esta ya es otra historia.