Julio Camba vivió sus últimos años encastillado -según es fama- en una habitación del Hotel Palace. Se la pagaba Juan March. Los banqueros han avanzado mucho. ¿Para qué pagarles la cama a los periodistas si puedes comprar las acciones del periódico? La sabiduría profesional de Camba cabe en una frase dirigida al director de su diario, una frase adjunta a una crónica que había enviado como corresponsal en Constantinopla: "Perdóneme que esta crónica haya salido algo extensa, pero la premura de tiempo para mandársela no me ha permitido escribir algo más corto". Es una respuesta maravillosa pero exacta. Porque no disponer de tiempo -el periodismo consiste básicamente en no disponer de tiempo- conduce siempre a la dispersión, el fragmentarismo y la verborrea. Es una de las paradojas esenciales del oficio: el poco tiempo te ahoga y el mucho tiempo te mata. Camba tenía 21 años por entonces. Fue periodista en casi todas las secciones de varios diarios, fue un cronista magnífico, fue un gran corresponsal en París, Londres, Berlín, Roma o Nueva York y, sobre todo, fue el mejor articulista español, al menos, hasta el declinar del siglo pasado. Quizás se simplificaría todo afirmando que fue un escritor excepcional y una rareza en la nutrida fauna articulística española: su prosa es precisa, conceptual, inteligente, lacónica. Una prosa para entender el mecanismo del mundo, no para explorar barroquismos ni entregarse a flatulencias estilísticas.

Después de la Guerra Civil Camba, simpatizante del bando franquista, fue dejando de escribir. Más exactamente: se dedicó a copiarse y refritarse y a reunir trabajos en libros. A mediados de los años cincuenta era ya un superviviente varado en la decepción infinita de una inmovilidad mineral. Cuando el sinvergüenza de César González Ruano lo invitó a cenar un par de veces se quedó muy asombrado, pero aceptó, porque lo único que le seguía gustando era comer bien. Ya estaba muy pasado de rosca. "¿Sabe cuál es mi único odio auténtico?", le dijo a González Ruano. "Mi único odio auténtico es al miserable que inventó la imprenta". Su sucesor en el trono del columnismo patrio lo llevaba de vuelta al Palace y se quedaba ahí sentado, ensimismado junto a un radiador durante horas, sin pedir ni un vaso de agua ni, por supuesto, tocar un maldito periódico con un dedo.

Un día de la última semana, poco más o menos, se cumplieron treinta años desde que entré por primera vez en un periódico que -casualmente- era la primera vez que llegaba a la calle. Entrando yo y saliendo el periódico: me ha pasado siempre. Lo único que queda, tanto tiempo después, es una chispa de curiosidad y un tenue, debilitado calor junto al radiador de las palabras. Es curioso: ahora todo es más fantasmagórico e inverosímil y, a la vez, más sórdido, hediondo y miserable. Los fantasmas están vivos, ordenan y apestan. Basta haber amado a alguien o a algo (una mujer, un oficio, un vicio) para que lo amado no te lo perdone jamás. Amar es señalar un objeto y anunciar su pérdida con exactitud profética, es optar por una forma de autodestrucción que te terminará alcanzando. Cada mañana que llega voy descubriendo que yo también siento un odio creciente al repulsivo miserable que inventó la imprenta. Como si en Maguncia no hubiera habido otra cosa que hacer a esas horas de la mañana o de la tarde en las que ya no queda nada de tiempo o queda demasiado y bien o mal terminas el artículo y pones el punto y final.