Si uno se interroga por la esencia del futuro, debería aceptar que una opción plausible es que no exista, lo cual incluye, al menos, dos posibilidades: que no haya existido nunca -en cuyo caso no hay por qué preocuparse de ello, más allá de utilizarlo como un recurso retórico para los discursos- o que haya existido, pero esté agotándose. La perspectiva oriental suele coincidir con la visión de la filosofía perenne y contemplar el futuro como formando parte de un ciclo infinito, inmerso en una concatenación de causas y efectos que se suceden unas a otros sin principio ni fin, mientras que la occidental supone -tal vez de forma contradictoria, además de no estar exenta de cierta petulancia- que el lugar en el que se ubica el futuro es la diana final de una flecha que partió del arco hace mucho tiempo, un punto cuyas coordenadas y distancia respecto al presente -y, consecuentemente, al pasado- pueden ser predecibles. ¿Cuál de estas dos posiciones resulta más religiosa y cuál más agnóstica? ¿Cuál tiene un componente más mágico y cuál más empírico? ¿Cuál de las dos no está impregnada de ideología, a veces, incluso, habiéndose cruzado y mezclado una y otra vez? Es posible, y al mismo tiempo lamentable, que la impregnación religiosa haya afectado en buena medida a las dos posiciones, caracterizadas ambas por estar dominadas por los clérigos y sus asociados militares y financieros. A ello contribuye el hecho de que en dicha asociación no sea posible identificar la preponderancia de uno u otro componente, ya que se trata de una simbiosis perversa y extremadamente eficaz, en la que los dos elementos que la constituyen se benefician mutuamente, se refuerzan, se estimulan y se activan con turbia precisión cuando las circunstancias hacen sospechar alguna debilidad del sistema. Y en esas ocasiones, antes o después, pero casi siempre, se recurre a las armas. Eso parece estar ocurriendo en diversas zonas del planeta, algunas lejanas -Latinoamérica, Asia o África- y otras a la vuelta de la esquina, ya cerca de casa y con los tambores de guerra avisando de lo que parece inminente. Si en Chile, Bolivia, Venezuela o Brasil es probable que los conflictos se resuelvan por la fuerza de la espada y la cruz -de hecho, han reclutado hasta al mismísimo Jesucristo-, aquí mismo ya suenan las trompetas anunciando con pavor la llegada de los comunistas para robar a los bancos sus escasas ganancias, y eso ya se sabe a dónde suele llevar. Si los habitantes del mar se mueren por falta de oxígeno o por un hartazgo de plástico, pronto solo quedarán sardinas en lata, obviamente en número limitado; si el agua y el fuego han decidido ocupar las tierras y arrasar los bosques, pronto no habrá un lugar donde refugiarse. Volviendo a la pregunta del principio, ya tenga una estructura cíclica e infinita o limitada en el tiempo, es evidente que el futuro no será igual para todos. Y ese, realmente, es el quid de la cuestión.