El muerto es suyo. Y aunque intenten disimularlo no les disgusta -por no decir otra cosa- que haya fallecido en la cárcel. Era un anciano con una pésima salud y que padecía un alzhéimer agravado en los últimos años, pero les da exactamente igual que ese octogenario se disolviera en la soledad de la prisión sin saber ya ni su nombre. Más allá del cumplimiento de la pena, desde la tarde de anteayer revolotean como cuervos diligentes alrededor del difunto para denunciar cualquier señal de conmiseración como una villanía intolerable. Blanquearlo, lo llaman. No blanqueen al muerto, insisten. Ni una lágrima, ni un rictus de compasión o de horror, ni recordar lo que pudo haber hecho de bien en la vida. Los valerosos necrófagos confunden una condena judicial con una muerte civil que, a su juicio, debe avanzar más allá de la agonía y el finiquito biológico, una muerte civil ad aeternum, una interminable maldición en papel timbrado de cuyo cumplimiento son escrupulosos custodios. Si musitas una palabra de misericordia eres un hediondo cómplice de las canalladas y desafueros del muerto.

Han decretado que el muerto es suyo y suyo es el derecho a administrarlo simbólicamente en su particular carnicería moral. Como todos los demás que están en la trena por este asunto, por unos delitos cuya honda y abusiva gravedad no se le escapa a nadie y que sin duda deben purgar. En cierta forma, además de cumplir sentencia, son rehenes para políticos y periodistas que ven en unas condenas cuyo filón está lejos de agotarse. Pero, esto. Este tratamiento sañudo a un inválido que ya no reconocía a nadie, que se pasaba las horas en una silla de ruedas, y cuyo fallecimiento se comunica a los familiares por una escueta llamada telefónica. Esta situación te lleva a un pálpito de desasosiego y espanto que, asombrosamente, no tendrá ningún responsable, ni siquiera alguien que explique cómo se desembocó en esta crónica anunciada entre cuatro paredes.

La compasión es quizás la forma más rara de generosidad. La compasión por los que han obrado mal, han cometido delitos o practicado vilezas o atropellos no es una extravagancia. Todos merecemos una compasión que además es o puede llegar a ser una vía de conocimiento. "Nadie puede quedarse en sí mismo", escribió Enmanuel Levinas, "pues la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema". Como somos moralmente responsables de nuestra relación con los otros compartimos su horror, su dolor o su angustia. Compadecer es intentar entender ese núcleo espantoso de vulnerabilidad que nos hace humanos. Entender comportamientos éticamente intolerables nos ayuda a convivir mejor y secar las raíces de abusos, engaños y miserias. Porque el otro -también el culpable- es siempre algo más que sus actos. Las pequeñas hienas que confunden informar con tener la razón deberían tranquilizarse y reparar en sus pequeñas, malolientes contradicciones. El periodismo es un inacabable ejercicio de comprensión y jamás exige como último acto de servicio escupir sobre una tumba.