La corrupción, lo vimos ayer con la sentencia de los ERE, no es privativa del PP, sino una seña de identidad del sistema político español. No es sólo la perversión de los objetivos del buen gobierno, naufragados en la prevaricación, la malversación, el interés político o la pura y dura avaricia. Hoy es un virus que carcome la confianza en el sistema y da alas a sus entusiastas destructores. Es también el principal instrumento para la demolición del adversario: la corrupción -o la acusación generalizada de corrupción- es el arma con la que se han dinamitado todas las certezas, se han profanado los prestigios y se ha cubierto de porquería a la nación entera. España vive en el infierno de Dante, sumergida en un cubo de mierda del que no hay partido ni político que se libre.

Dice el ministro Ábalos que el caso de los ERE "no afecta ni al actual Gobierno ni a la actual dirección del PSOE". Es cierto. Como también lo es la diferencia sustancial entre la corrupción de los ERE y su reflejo especular, la del Gürtell: en los ERE no se trata de corrupción para lucrarse personalmente, ni el caso afecta directamente al partido, pero ambas cosas hay que matizarlas. Prevaricar y malversar con el objeto de favorecer a empresas y empresarios amigos -algunos de ellos vinculados al PSOE- o para sostener mecanismos clientelares creando un entramado de favores discrecionales y ayudas a miles de trabajadores no es lo mismo que meterse el dinero en el propio bolsillo, pero algo se le parece: la Junta repartió a través de una empresa instrumental 74 millones de euros en ayudas directas a empresas en crisis, y 606 millones de euros en ayudas sociolaborales a empresas que afectaron a tan sólo 6.000 trabajadores. Una parte de ese maná -100.000 pepinos por barba si se aplica la estadística- recayeron en sociedades o entidades intermediarias que se lo llevaron crudo con la tramitación de las ayudas, y en un centenar largo de sujetos ajenos a las empresas y sociedades subvencionadas con las ayudas. A ojo de buen cubero, los ERE constituyen -por su cuantía- el mayor caso de malversación y prevaricación de la historia política española.

Y lo que convierte en corrupción este asunto, que se ha llevado por delante a casi una veintena de personas vinculadas de distinta manera a la Junta andaluza, es que todo ellos sabían sin lugar a dudas -lo prueba la sentencia- que las cosas se hacían como se hacían para eludir la fiscalización de la Intervención General de la Junta de Andalucía -su titular es uno de los dos absueltos- para poder dar las ayudas sin control alguno.

Puedo entender que Sánchez, tras defender hasta no hace mucho la inocencia de Chaves (inhabilitado nueve años) o de Griñán (condenado a seis años y dos días de prisión), se distancie ahora de sus compañeros y constate que a él no le afecta el escándalo. Ábalos ha reconocido que la sentencia es durísima, pero también ha recordado que ni Chaves ni Griñán -ni el resto de los 19 condenados de momento (el caso ha dado lugar a un centenar de hijuelas más)- se metieron un euro en el bolsillo ni se llevaron la pasta a Suiza. Se limitaron a favorecer ilegalmente los intereses políticos y empresariales del socialismo andaluz. Al hacerlo contaminaron de indecencia y clientelismo la gestión política del PSOE en la Junta durante la primera década del siglo. Si eso no es corrupción, debe ser una prima suya.