El nuevo administrador único de la tele canaria, Francisco Moreno, congregó ayer un variado repertorio de paisanaje local en su toma oficial de posesión, celebrada en el mausoleo marmóreo de la Presidencia del Gobierno en Las Palmas de Gran Canaria. En una sala abarrotada hasta los topes, con medio centenar de personas de pie, estaban allí -más bien apelotonados- además del nombrador que no nombra (el presidente Torres) y su presidencial séquito, todo el área de Comunicación del Gobierno, jerifaltes de las productoras de televisión, acompañados (o no) de sus tropas, periodistas en espera de colocación y destino (unos cuantos de Antena 3), culturos en busca de cuota de pantalla, mandos caídos en desgracia de la tele (no todos desahuciados, algunos salvados por la campana) y el animado cordel de aspirantes a sustituir a los cesables.

El sarao dio bastante de sí: Moreno ya fue director general de la tele cuando serlo era tener mando en plaza y las cosas se hacían de otra manera. Fue un buen director general: contentó a casi todo el mundo, distribuyó el dinero que había con munificencia y sentido del reparto, y logró llevar la tele sin conflictos con las productoras, a las que garantizó mediante acuerdo un porcentaje estable de beneficios. Consiguió que la tele viviera su mejor momento, y aguantó impertérrito y sin oposición alguna, mientras Román Rodríguez fue presidente, y hasta que Miguel Zerolo pidió su cabeza por no prestarse a recorrer algún atajo que se le solicitó hacer. Se fue discretamente, sin hacer ruido alguno, y siguió a lo suyo, con la espina de su cese (en formato dimisión) clavada en el trasero. Siguió haciendo un buen trabajo para televisiones públicas y productoras privadas, montando la Academia de la tele, resolviendo problemas de sus empleadores y deseando volver a lo suyo. Que es lo que ha hecho ahora, pasando por alto esa sentencia que asegura que segundas partes nunca fueron buenas, excepto si se trata de la peli El Padrino.

Es difícil que le salga bien: para empezar, la tele de hoy no tiene nada que ver con la que se hacía hace 16 años. Ni la audiencia, ni la tecnología, ni los trucos que podían usarse entonces y que ahora serían carne de fiscalía. Además, no le han dejado ser lo que debiera: director general. Le han nombrado administrador único sin mandato marco, sin Junta de Control y sin una ley que vaya a durar mucho. Con esos mimbres tiene que desatascar el nudo gordiano del reparto de los dineros, resolver la papeleta de los empleados, instalados en distintos formatos de interinidad desde hace años, y neutralizar a los muchos gánsteres que pululan por los alrededores del negocio audiovisual. Es un trabajo ímprobo, en el que a Moreno le van a vigilar hasta el sueldo, y además tiene que enfrentarse a él sin recursos, tirando de su legendaria cintura.

Las tomas de posesión son de dos clases: las que traen discurso y canapé y las que solo traen discurso. Desde los ajustes consecuencia de la moral pública espartana (ejem) impuesta por la Gran Recesión, el Gobierno ha prescindido de ofrecer ágapes a los presentes. No habiendo cuchipanda, Moreno sustituyó los pastelitos por un almibarado discurso, plagado de buenas intenciones. Ojalá pueda cumplirlas y sostener el hambre de la fauna endomingada que ayer le aplaudía. Algunos no debían saber que ya no se reparten canapés, porque aguantaron a pie firme, esperando a ver si al final alguien sacaba las bandejas. Esperaron en vano, pero al menos pudieron comprobar que el último en rendirse fue Moreno. Empieza con ganas.