Hace una semana fallecía en Madrid Margarita Salas. Habiendo sido, posiblemente, la científica más importante que haya nacido y trabajado en este país, hasta el momento de su muerte inesperada, Margarita marcó el camino para los hombres y mujeres -más necesario para las segundas, dadas las casi insuperables dificultades de la época- que deseaban dedicarse a la investigación en la España de los sesenta. Aquella España en la que, como ha contado Rafael Azcona tantas veces, hacía frío, olía mal y en la que, al menos un par de veces al año, un milico golpista recorría en coche la Gran Vía madrileña rodeado por bereberes a caballo. A lo largo de su extensa e intensa carrera, Margarita introdujo la naciente biología molecular en los laboratorios españoles, contribuyó a desarrollar la tecnología asociada a la manipulación y multiplicación del material genético a partir de la investigación básica, inició la transferencia de dicha tecnología -algo impensable y desconocido en la mayoría de las universidades y centros de investigación nacionales- generando un buen número de patentes, formó a varias generaciones de discípulas y discípulos en su laboratorio, demostrando de manera ejemplar que una mujer podía superar la discriminación y el machismo estructural del entorno académico a base de atrevimiento, decisión y trabajo. Hace algo más de un año, algunas personas de la Universidad de La Laguna pensamos que poder contar con Margarita Salas como doctora Honoris Causa no solo constituiría un honor para la institución, sino que serviría para impulsar la investigación biomédica de calidad que se está haciendo en Canarias, además de contrarrestar la vergonzosa brecha existente en esta universidad, con solo una mujer receptora del doctorado Honoris Causa frente a 39 o 40 hombres. Dada su edad, uno de sus discípulos, investigador del Hospital Universitario de Canarias y director de un grupo de investigación en el Instituto Universitario de Tecnologías Biomédicas, se encargó de conocer su disponibilidad para recibir el nombramiento, en caso de que lo acordasen los órganos correspondientes de la institución. Sin dudarlo, Margarita dijo que estaría encantada. Lamentablemente, como en tantas cosas, se topó con la iglesia -entendiendo la terminología clerical en un sentido amplio y cervantino-, y la propuesta acabó difuminada en el fango de la burocracia administrativa, sin que el entonces rector tuviera la mínima sensibilidad y visión para resolverlo. Dicen que fue él, aunque la posición no era exclusivamente suya -al fin y al cabo, el machismo obtuso aún constituye una epidemia de difícil erradicación-, quien se preguntó acerca de las aportaciones de Margarita Salas a la institución académica a la que estaba dispuesta a integrarse como doctora. Y cuando alguien se plantea ese tipo de dudas, no merece la pena tratar de iluminarlo. Pocos días antes de su último viaje, un nuevo equipo de dirección fue capaz de corregir el error del anterior y gestionó la aprobación del doctorado propuesto, pero ya no hubo tiempo. Además de escenificar públicamente un homenaje a Margarita, tal vez alguien debiera pedir excusas por su necedad.

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