Cuando la conocí tendría unos treinta y cinco años. Alta, pelo negro, risueña, casi infantil. Aparentaba menos edad. Un amigo enamorado de la cultura oriental me contó que en Las Coloradas, un chino y su mujer canaria habían abierto un restaurante japonés donde la calidad de la comida se apartaba mucho de las que habíamos probado hasta entonces en Canarias. No acababa de entender qué hacía aquella mujer en un restaurante que siendo japonés no era fácil defender. El negocio fue un éxito y de hecho sus hijos, los mayores, acabaron trabajando en la cocina. Eran tan especiales que me empeñé en conocer por qué un japo en Las Coloradas y por qué los hijos adolescentes manejaban la cultura nipona. Conocí el origen. La mujer alta y fuerte fue una niña que vivía en la pensión con sus padres. La pensión estaba en la calle La Naval y la defendía su madre y la abuela. Allí se alojaban japoneses que venían en cargueros, dormían un par de noches y seguían su ruta; pero como las sorpresas se manejan solas, la niña 14 o 15 años, un día reparó en un hombre que tenía los ojos raros "nunca había visto a nadie con los ojos así" es decir, rasgados. Él tenía 24 años, se enamoró de la chiquilla y con el permiso de sus padres se la llevó. La niña no estaba entusiasmada con el viaje pero la pobreza de la familia pesó mucho. La madre vio en ese viaje la posibilidad de que la pequeña tuviera mejor vida, pero le hizo prometer al yerno que cada dos años la traería a Las Palmas. Vivieron años en Japón y en ese tiempo ella trabajó en el restaurante familiar. En uno de los viajes a las Islas para abrir un japo y quedarse aquí, la salud del hombre dio un vuelco. Abrió el restaurante y murió.

Hoy ella trata de salir adelante y añora la cultura oriental.