En la víspera de las elecciones generales, hice esfuerzos de síntesis para explicar a mis hijos el significado del pisapapeles de translúcido metacrilato que envuelve un fragmento de hormigón. Pero lo hice finalmente cuando, a partir de una deslumbrante instalación entre la Puerta de Brandenburgo y la calle 17 de Junio, la hermosa y eterna Berlín daba el pistoletazo de salida a la conmemoración de las tres décadas del derribo del Muro que la partió en dos mitades durante más de veintiocho años.

Una colosal capa de colores abrigó el histórico espacio y, en ella, treinta mil mensajes autógrafos sobre el significado de la barrera rota y el futuro de la nación y el planeta conformaron la obra del norteamericanos Patrick Shearn, que evocó las emociones vividas a partir del 9 de noviembre de 1989, la fecha grabada en verde -color de la esperanza, según parece- sobre las franjas negra, roja y amarilla de la bandera que identifica el souvenir.

Fue el regalo de un amigo teutón, residente puntual en La Palma, con el que paseé por las calles berlinesas en las que definió como "las mejores pascuas" de su vida, dentro de un clima optimista por el consumado declive del bloque soviético y las entonces risueñas perspectivas de la democracia liberal, la economía de mercado y el nuevo orden internacional.

Desde hace unos meses, en el área del recuerdo, no puedo compartir con Jano Bauer la satisfacción por el emblema de la efeméride -una declaración de intenciones de los europeístas amenazados por la ultraderecha y los airados de la vieja izquierda- que, acaso, sea lo más positivo ante un complejo horizonte de sociedades insatisfechas, de líderes sin pulso que no responden a sus necesidades y legítimas exigencias de los ciudadanos de a pie; de demagogos rudos e insolidarios que ofenden a la historia y la razón; de egoísmos territoriales sin rumbo ni futuro -como el brexit británico y la jaqueca catalana- conducidos por tipos sin escrúpulos; y con el negacionismo, contra la razón y la evidencia, enarbolado por sujetos como Trump y con profetas incultos y legionarios salvajes que ladran por todos los confines de un planeta amenazado. La caída del Muro de Berlín fue un sueño y los sueños, cuando los necesitamos, se repiten alguna vez. Ojalá que tenga feliz recurrencia y nos devuelva, como la estela de colores, al otoño del 89.