La suerte está echada. Los españoles volvemos hoy a votar tras la corta y confusa campaña electoral sin que el horizonte se nos haya despejado nada respecto a las pasadas elecciones de abril y al bloqueo que se concretó en verano. Y llegado este momento, hay que ser tajantes en la conclusión: España no puede permitirse continuar en la inoperancia. Los partidos fueron incapaces de conformar un gobierno siguiendo los designios de los electores y han optado por la vía cómoda: volver a las urnas. Cargan sobre los ciudadanos la responsabilidad de resolver la papeleta que, por su propia incapacidad y cerrazón, no supieron gestionar. La nueva llamada, que ha obedecido más a los cálculos estratégicos de cada cual, lejos de desbrozar el panorama puede desembocar en una aritmética aún más endiablada. A ver si los candidatos se enteran de una vez: urge rescatar la política auténtica. No la de frases hechas para captar votos como quien cosecha me gustas o reparte odios en las redes sociales, sino la que antepone el bien del país.

¿Estaremos en unas horas en condiciones de proclamar que el resultado electoral facilitará la constitución de un nuevo gobierno? Nadie lo sabe, ni siquiera esos gurús de la demoscopia a quienes los líderes vendieron su alma. Si nos atenemos a la experiencia y a la actitud mantenida por los partidos durante los últimos meses y en campaña, el panorama probablemente será igual de confuso. También parecía que de los comicios del pasado abril había surgido una mayoría fácil de armonizar para tomar las riendas y aquí seguimos, compuestos y sin presidente. De entonces a acá, la dirigencia no ha dejado de cerrarse puertas y lanzarse trastos.

Esta permanente interinidad y la incertidumbre empezarán a pasar factura más pronto que tarde y a minar la credibilidad de España. La posibilita la torpeza de una generación de políticos escasos de liderazgo y de compromiso, siempre pensando en las conveniencias personales y las de las siglas antes que en el bien común. Ocurra lo que ocurra, sólo puede conducir a un resultado: construir un gobierno que gobierne. Es decir, que cuente con un respaldo parlamentario múltiple y sólido. Elegir un presidente en minoría, el de la lista más votada como de manera pueril reclaman siempre, antes y ahora, quienes se ven como vencedores en la contienda, cerrará en falso el dilema y prolongará la inestabilidad.

Los dirigentes y sus más acérrimos acólitos se comportan como si fueran ajenos a la novedosa realidad multipartidista. Los votantes dictaminaron desde hace tiempo que la alternancia de dos formaciones preponderantes no resultaba conveniente y decidieron repartir en varias manos la baraja. Hay que asumir que negociar constituye la habilidad esencial para encarar esta nueva época. La fragmentación llegó para quedarse, igual que ocurrió en otras sociedades occidentales a las que anhelamos equipararnos.

¿De qué forma, si no, prosperarán los asuntos en beneficio de los ciudadanos? Con pactos de variados colores, con generosidad para ofertar renuncias y sin esperar apoyos gratuitos. Entre afines y, por qué no, entre dispares. Pactar no equivale a traicionar los principios propios, ni a entregarse a los del contrario. Ni tampoco el debate consiste en demonizar a quien piensa de otra manera y aplicarse en destruirle, encapsulados todos en una absurda y trasnochada dinámica de bloques. Si los actores públicos tardan mucho en interiorizar esta filosofía, si renuncian a realizar pedagogía entre sus conmilitones dejando de regalarles los oídos y empezando a llamar al pan, pan, causarán un serio estropicio a la confianza en el sistema.

En este contexto, Canarias se juega mucho en estas elecciones, como se lo jugaba en las de abril sin que desde entonces haya visto avanzar en sus objetivos. Como en el resto del país, por otra parte. Es lo que tienen los bloqueos políticos consecuencias de los vetos cruzados y los antojos de unos y otros. Los partidos estatales han enfocado estos comicios en las Islas muy al hilo de lo que cada uno de ellos ha tejido en el ámbito nacional, con pocos argumentos isleños complementarios a los de la campaña general. En todo caso, pase lo que pase hoy, todos los diputados y diputadas que desde mañana son ya representantes de los ciudadanos canarios deben tener clara una cosa: no habrá perdón social para ninguno de ellos si vuelven a fracasar en su cometido y su responsabilidad de alcanzar acuerdos y ponerse a gobernar.

Y esa responsabilidad habrá que dirimirla, en parte, en función de los resultados que cada formación alcance en sus respectivos territorios aunque la principal recaiga, lógicamente, en su respectivo líder y candidato a la Presidencia de Gobierno. Sobre esta base, los socialistas canarios parecen destinados claramente a lograr una nueva victoria en las Islas superando los cinco diputados conseguidos en abril, pudiendo incluso superar seis de los quince que se reparten en ambas circunscripciones canarias. Sería uno de los mejores porcentajes de apoyo al PSOE en las distintas comunidades y colocaría a los socialistas de las Islas en condiciones de reclamar más peso en Madrid y ante el hipotético gobierno que podría formar su líder y candidato, Pedro Sánchez.

Una de las mayores incógnitas de este proceso electoral en Canarias es comprobar hasta qué punto la alianza entre CC y NC, tras muchos años siendo adversarios y en mutua confrontación, da los frutos perseguidos por las direcciones de ambos partidos, especialmente el de aprovechar las sinergias electorales y lograr un escaño por Las Palmas. Si logra este objetivo y no pierde fuelle en Santa Cruz de Tenerife conservando los dos escaños de abril, el nacionalismo canario recuperará mucha de la fuerza que perdió tras su división y que en el nuevo contexto estatal podría valer su peso en oro por la fragmentación política y la necesidad de apoyos de todo tipo que tendrá quien pretenda formar gobierno. La "voz canaria en Madrid" recuperaría su discurso. Ese escenario sería sin duda un acicate para quienes dentro del nacionalismo canario apuestan por su reunificación definitiva.

La recta final de la campaña ha estado muy mediatizada por las expectativas de crecimiento de la ultraderecha que representa Vox, un partido que ha tomado impulso entre otras razones por la situación en Cataluña, y cuyo posible ascenso podría darle también algún escaño en las Islas. Los ultras no lograron diputados en abril en ninguna de las circunscripciones canarias, ni tampoco llegaron a estar en el juego político en las elecciones autonómicas, locales e insulares de mayo, pero la ola que llega de la Península podría auparlos ahora también en el Archipiélago. La entrada en juego de una formación prácticamente antisistema, antieuropea, antiautonómica y sobre todo xenófoba, homófoba y que hurga en las bajas pasiones por el malestar de la sociedad, sería una muy mala noticia para la convivencia política y social en Canarias. Y muy mal negocio para los intereses canarios en Madrid y en Bruselas.

También el PP de Canarias tiene expectativas de mejoras en estas elecciones y superar la debacle que sufrió en abril. Los populares canarios concurren a estas elecciones no solo para poder contribuir al ascenso, que dan por seguro, de la marca en el ámbito nacional y de su propio líder y candidato a la Presidencia, Pablo Casado, sino también para lograr un entono de tranquilidad que supere su propia crisis interna. Los dos diputados por Las Palmas y el único logrado en Santa Cruz de Tenerife serían con facilidad superables en un contexto de moderado crecimiento general, pero el temor al efecto Vox crea muchas dudas en los conservadores isleños.

De otro lado, las dos formaciones de la llamada nueva política que con tanto ímpetu entraron en la contienda electoral canaria en 2015, Podemos (ahora en alianza con IU en la coalición Unidas Podemos) y Ciudadanos, abordan la cita electoral con serias dudas de que puedan mantener sus posiciones. La formación morada sólo parece tener en riesgo uno de sus escaños en Las Palmas, no el de Santa Cruz de Tenerife, mientras que el partido de Albert Rivera podría sufrir en las Islas un batacazo similar al que las encuestas le pronostican en el conjunto del país, con la muy probable pérdida del escaño por Santa Cruz de Tenerife, y con muchas dudas de poder conservar el de Las Palmas.

La economía y Cataluña van a decidir, muy probablemente, el envite. En la coyuntura internacional y en la nacional, llegan desafíos que obligarán a mantener con firmeza la dirección y a tener claro el destino. Hay motivos fundados en los indicadores de paro y actividad para preocuparse. La desaceleración ya está aquí. Europa acaba de recortar severamente esta semana las expectativas de crecimiento. Y los efectos de las guerras comerciales y del brexit todavía están por descontar. Respecto a la cuestión territorial, el secesionismo da un salto hacia el espanto y toma una deriva descontrolada. Los indicios de que la violencia se organiza e instrumentaliza desde el propio aparato autonómico en manos de los independentistas provocan estupor y alarma en unos españoles ya muy preocupados cuando el pulso solo se movía en el campo de los faroles y las ensoñaciones.

Que el gobierno que pueda componerse vaya a depender del voto de los diputados que aspiran precisamente a dinamitar el Estado, como caballos de Troya, pone de manifiesto las arenas movedizas a las que estamos llegando. Si los partidos no marcan claramente las fronteras de lo esencial y persisten en acentuar lo que les separa, supuestamente por el prurito de reforzarse ideológicamente ante sus bases, caerán en la trampa. Cuatro votaciones en cuatro años, y cuatro años improductivos. Aunque, como señaló irónicamente Ezra Pound, gobernar sea el arte de inventar problemas con cuya solución mantener a la población en vilo, ya existen demasiadas amenazas en el horizonte como para crear otra desde esta noche por la falta de entendimiento. Esa chispa puede provocar un incendio por hartazgo y desafección que deje tocadas a las instituciones y destroce lo que tanto costó construir. Hay que asumir que negociar constituye la habilidad esencial para encarar esta nueva época política, porque la fragmentación ha llegado para quedarse al menos un tiempo lo suficientemente largo como para, de no saber gestionarla, poner en riesgo el futuro de este país.