Una de las impagables escenas de Casablanca es cuando el capitán Renault entra en un bar y mientras le meten un sobre en el bolsillo grita delante de sus hombres "esto es un escándalo, he descubierto que aquí se juega". Esa capacidad para sorprenderse falsamente de lo obvio, de lo que se ha consentido o fomentado, es también muy española.

La casta política anda escandalizada porque el presidente del desgobierno en funciones, Pedro Sánchez, deslizó en un debate que la Fiscalía tenía órdenes de su Ejecutivo de forzar la repatriación forzosa del huido Puigdemont para pasarle por la quilla en la Justicia española. Los partidos de la oposición se han escandalizado de que un político haya dicho algo tan obvio como que la Fiscalía General del Estado depende orgánicamente del ministro de Justicia y, por lo tanto, de una cadena de mando -de influencias y prestigios- que empieza y termina en Moncloa. Hasta los fiscales han reaccionado airadamente diciendo que esas declaraciones son una torpeza, cosa que probablemente es cierta, aunque sean verídicas.

A lo largo de los años hemos tenido evidentes noticias de que las fiscalías no actúan con neutralidad. Y que el jefe de los fiscales toma decisiones que en muchos casos vienen inspiradas por las instrucciones, conveniencias o puntos de vista estrictamente ideológicos del Gobierno de turno. Que Sánchez haya dicho lo que es tan obvio y haya causado tanta alarma demuestra hasta qué punto nos hemos vuelto fariseos en este país de sepulcros blanqueados.

Hasta que no se establezca un sistema de elección y promoción en la carrera judicial que no esté intervenido por el poder político, la Justicia, en términos de administración pública, estará sesgada por las influencias del poder político. Y eso no es ni bueno ni malo, sino todo lo contrario. Una realidad que todos ellos -todos los partidos políticos- han decidido cuando han aprobado las leyes que regulan el funcionamiento del poder judicial en este país.

El patinazo del actual presidente se produce, tal vez, por la percepción de que estas elecciones, en las que ha echado el resto, pintan mucho peor de lo que sus planes habían calculado. La situación en Cataluña se ha vuelto aún más tormentosa y la deshonra de los huesos del dictador es un tiro que le está saliendo por la culata, porque sube Vox, pero no baja el PP. Y en las postrimerías de esta insólita cuarta campaña en cuatro años, Sánchez intenta demostrar que está al mando de un gobierno fuerte.

Lo admitan o no en el PP, los independentistas catalanes terminaron tomándole el pelo a Rajoy celebrando un referéndum que no se iba a realizar. Pero que se hizo. Los líderes de aquella asonada se mandaron a mudar a países europeos en donde campan a sus anchas liándola parda con mando a distancia. Y al PSOE le han seguido tomando la pelambrera, votando con ellos primero para exigirles después lo que no puede darles. Ofrecer simbólicamente la cabeza de Puigdemont días antes de las urnas es un error bastante humano de Sánchez.