Estos son sus debates, no los nuestros. Los debates electorales por televisión se han diseñado al servicio de los partidos, no de los televidentes: esa rigidez de monólogos intercalados supone, en realidad, una malla de protección para los candidatos y las organizaciones políticas. Después del debate del lunes me dispuse a sufrir el que en la televisión canaria enfrentaba a los candidatos por la provincia de Santa Cruz de Tenerife y no pude soportarlo hasta el final. No, no debaten los candidatos, sino los redactores de sus respectivos argumentarios. El peor de todos, Héctor Gómez, tribal y trivial, que nada más comenzar se dedicó a gimotear por el malvado bloqueo que ha impedido a Pedro Sánchez conseguir la investidura. Que alguien se ocupe de explicarle a ese chico que, en un sistema parlamentario, la investidura presidencial no es un regalo más o menos obligatorio que conceden los demás, sino un objetivo que el aspirante debe lograr a través de un ejercicio -a menudo complejo y difícil- de negociación. El principal responsable de que Sánchez no haya sido investido es Sánchez, y no el PP, Ciudadanos ni mucho menos Unidas Podemos.

Pero no es una cuestión de personalidad, sino de formato, y antes incluso que de formato, de medio. La televisión es un medio alérgico al debate, al menos que nos resignemos a llamar debates a los estúpidos encontronazos gallináceos que ofrecen casi todas las cadenas, en particular, las mañanas de guardar y los fines de semana. Desarrollar un argumento analítico sobre la situación financiera del sistema de pensiones en España (por ejemplo) exige algo más de cinco minutos, y la tele solo tolera dedicarle un máximo de 30 segundos. Pierre Bourdieu insistía, en su indispensable libro sobre la tele, que la televisión tiende funcionalmente a banalizar y despolitizar los acontecimientos, generando "una demagogia de lo espontáneo". Todo lo que no sea espectaculizable es expulsado del medio televisivo. El mismo acontecimiento informativo es conceptualmente jibarizado hasta reducirlo a una mínima unidad de sentido. Un debate político o ideológico en televisión viene a ser tan extravagante como un partido de fútbol en el túnel del Gran Colisionador de Hadrones.

Aun así se podría intentar que los debates electorales no se asemejaran tanto a una interminable pieza de guiñol donde héroes, villanos y brujas se intercambian máscaras y papeles. Y para esto lo mejor es la transformación de un formato que concede a los partidos todas las ventajas. Cada debate electoral debería contar con un panel de periodistas -a poder ser poco genuflexos- que pudieran interpelar a los candidatos abiertamente. También deberían incluirse preguntas del público espectador dirigidas a uno o a todos los participantes. Pero aguantar dos horas de chascarrillos y réplicas liofilizadas para que luego los cuatro todólogos de costumbre nos ofrezcan una hermenéutica de baratillo durante otras dos horas ya no lo aguanta nadie.

Por supuesto, se trata de una competición inevitablemente tramposa. Los debates electorales, por desgracia, no pueden atenerse a aquella civilizada recomendación de Borges: "Hay que procurar no tener razón en las discusiones". Pero con nuevas reglas y actitudes quizás se podría contribuir a que no se le regale un debate electoral de audiencia millonaria a un fascista.