Ahora nos ha dado por ver los debates políticos como el que asiste a una pelea de gallos. Nos fijamos en las corbatas del personal, en quién tiene los mejores espolones verbales o en las gracietas de quién saca más carteles. Decidimos quién es el ganador en función de que haya sabido hablar mejor o ser más rápido en sus respuestas. Como si tratar seriamente los retos, esperanzas y problemas de este país fuera mucho menos importante que mostrarse como el mejor concursante de un Pasapalabra electoral.

Con la inestimable colaboración de los medios de comunicación, la política se ha vuelto un espectáculo de fuegos de artificio. La vida pública es una interminable campaña electoral regida por agónicos mandatos de cuatro años: el corto ciclo en el que naufragan las promesas que jamás se cumplen. Ya no le pedimos a los líderes serenidad, grandeza y capacidad de gestión, sino retórica, imagen y empatía. El viaje que va de Churchill a Martes y Trece.

Cualquiera que haya asistido a los debates electorales de esta semana habrá podido comprobar que los problemas sociales son solamente perchas dialécticas en las que unos y otros se van apoyando para emprender un corto vuelo hasta el siguiente enfrentamiento verbal. No importa que el sistema de pensiones públicas esté al borde de la quiebra, que la deuda pública esté amenazando el Estado del Bienestar o que las desigualdades entre los territorios y las personas se ensanchen. Lo que importa es el fuero, no los huevos.

La solución no estará en los resultados de las elecciones del próximo domingo, sea cual sea. Porque en realidad en España no existe un liderazgo claro. No hay nadie que haya señalado un camino que todo el mundo entienda y una gran mayoría comparta. Vivimos instalados en una mediática mediocridad, sin grandeza ni sustancia. Los planes a largo plazo son imposibles cuando los que mandan están más preocupados por la campaña nuestra de cada día que por dejar su sello en la historia de su país.

Felipe González ganó unas elecciones en 1982 diciéndoles a los españoles que era necesario un cambio político para modernizar el país. Lo importante no fue que ganó, sino que se aplicó para hacer realidad lo que había dicho. Encontrar hoy un mensaje de ese calado, un proyecto de transformación de esa magnitud, es imposible. Los programas políticos son un salpicón de propuestas incorporadas para captar las simpatías de unos colectivos o de otros. Un batiburrillo de ocurrencias deslavazadas. No hay un sueño de país, ni maldita la falta que les hace a ellos.

El año próximo viene cargado de dinamita. Es el año de la quiebra de la Unión Europea, de las turbulencias económicas producidas por la guerra comercial internacional o de las tensiones en las deudas soberanas de países, como el nuestro, que están empeñados hasta las trancas. Para gestionar esas incertidumbres necesitamos una grandeza que ya no existe. La política ya solo se sirve a sí misma.