El Maestro Kong (Confucio) nació hace dos mil quinientos años en una época confusa que vivía la muerte de los dioses y el nacimiento de nuevos ritos. Le disgustaba su tiempo tanto como el nuestro pueda disgustar a cualquiera de nosotros cuando constatamos la decadencia que ha seguido al esplendor democrático de la posguerra europea. En contra de las promesas de nuestra infancia, ni la prosperidad ha llegado a todos con la fuerza que creíamos, ni se sostiene el Estado del Bienestar sin el apoyo de la deuda, ni la nueva pedagogía ha extendido el amor por la cultura, ni la clase política responde a una selección de los mejores. Más bien se diría que al contrario: vemos cómo mueren los viejos dioses del bienestar socialdemócrata, la nobleza de los antiguos valores, la fe en las instituciones representativas. El espíritu ilustrado de la escuela sucumbe a causa del antiintelectualismo, la subjetividad y los excesos emocionales. Se generaliza la fractura entre clases sociales, el empobrecimiento de trabajadores y pequeños ahorradores; la desconfianza hacia la democracia parlamentaria -y su suplantación por sucedáneos plebiscitarios-, la añoranza de los hombres fuertes y los políticos autoritarios. El Maestro Kong callaba y observaba. O preguntaba y volvía a observar. "No me aflige que los hombres me ignoren -escribió-. Lo que me afligiría es no conocer a los hombres". "Aprender, estudiar, saber" es el primer imperativo que se lee en sus Analectas. Deseaba reformar su país, recuperar el recto camino de la sociedad. Para ello, contaba con dos herramientas: la educación y el ritual. Hoy hablaríamos de escuela y leyes: una escuela que valore la inteligencia y el esfuerzo, y unas leyes que sean respetadas por los ciudadanos. Esa adaptación de un milenio a otro se puede hacer sin dificultad. De todas las religiones, la que fundaron los discípulos de Confucio es la única decididamente laica sin ser atea ni ir contra Dios. En nuestros días les corresponde a las leyes desempeñar el papel formador del ritual.

El Maestro Kong descreía del resentimiento y valoraba la excelencia. "Cuando veas a un hombre valioso, desea ser como él -dejó dicho en el Libro 4 de las Analectas-. Cuando veas a un hombre sin valor, entonces examina tu interior". Consideraba al hombre noble como el gobernante ideal y, por tanto, recomendaba seguirlo cuando lo encontrásemos. "El hombre noble -decía- se exige a sí mismo. El hombre pequeño exige a los demás". Y alertaba: "El noble es fuerte pero no busca pelea; es sociable pero no se asocia con el partidismo ni las capillitas". Y descreía, tal como sucede hoy, de "las palabras ingeniosas que destruyen la virtud". Los riesgos del populismo y de la demagogia no constituyen un atributo exclusivo de nuestra época.

Confucio se declaraba, sobre todo, un admirador de la antigüedad. Reprobaba la ceguera de vivir sólo en el presente o con la mirada clavada en el futuro, sin escuchar la sabiduría del pasado. Reclamaba estar atento a las obras más que a las palabras, a la actuación más que a los discursos. No recomendaba la fama, sino hacerse digno de ella. Uno de sus dichos podría servirnos a la hora de decidir nuestro voto en las elecciones del próximo domingo. Para conocer el corazón del gobernante aconsejaba: "Mira con quién trata, observa qué pensamiento persigue y examina donde encuentra tranquilidad su corazón. Si así lo haces, ¿qué te podrán ocultar los hombres?".