La Teoría de la Justicia de John Rawls es sin duda la teoría sobre la justicia distributiva más debatida en las últimas décadas. Célebre fue el debate, después publicado, que mantuvo con Jürgen Habermas, los dos grandes de la filosofía política y moral (ámbitos comunes de decisión y conducta) y ambos defensores acérrimos del pluralismo y los consensos intersubjetivos. En estos tiempos de absoluto desafío al Estado, angustia y miedo, una ciudadanía abdicativa de la firmeza democrática, que ha de ser exigible cuando nuestra convivencia zozobra, busca el talismán del diálogo (psicológicamente: rogativa). No invocan como evidencia previa e incondicional la sujeción a la ley. Sin ser conscientes retornan a la memoria atávica del pensamiento mágico. Necesitan imperiosamente el chasquido de dedos para su sosiego.

Antes de este ciudadano actual hubo importantes hitos civilizatorios, como fue el contrato social defendido con variantes por filósofos capitales, la Bill of Rights, constituciones. Se trataba de crear marcos, reglas y procedimientos de convivencia y civilización indispensables. Que hubiera cauces de resolución porque había marcos de regulación y leyes. Así, el único diálogo posible.

La necesidad de una ética o filosofía política universalista involucró teóricamente a Rawls y Habermas, entre otros. La inspiración ética religiosa con la secularización de la sociedad había cedido, como su base en la naturaleza porque sus concepciones variaban, incluso el imperativo categórico de Kant no era más que voluntarismo.

La nueva ética de aplicación universalista habría de descansar sobre profundos dilemas, ya que existen ideas del bien común absolutamente incompatibles entre sí, por ejemplo: un hiperliberalismo económico o moral y de otro lado fundamentalismos o despotismos. Rawls llama posición original a la deliberación sobre una tabla de derechos mínimos que todos, con independencia de raza, sexo, religión, estatus económico, estuvieran dispuestos a aceptar. Si más igualdad que libertad o al revés, en base a las cuales desarrollar sus vidas. La fórmula para fijarlo sería el velo de la ignorancia. Los individuos partían de ignorar dónde irían a nacer, en qué lugar, cultura y condiciones socioeconómicas, por tanto asegurarían que allá donde nacieran, por muy mala suerte que hubieran tenido, iban a disfrutar al menos de derechos y condiciones de vida dignas.

Si el velo de la ignorancia lo trasladáramos a una opción binaria entre repúblicas y monarquías donde nacer, sin duda la realidad de las monarquías actuales (mayoría europeas) sería muy preferible al riesgo que comportarían las repúblicas en el mundo, incluso haciéndoles saber que la II República no les podría tocar.