Después de escuchar a los candidatos pelearse durante dos horas y media, resulta difícil confiar en que este país tenga mucho arreglo. Entre otras cosas porque el sistema en sí es perverso: fue creado por los constitucionalistas para garantizar la alternancia democrática de las derechas y las izquierdas, entendiendo que el sistema resultante sería un bipartidismo imperfecto, en el que las formaciones políticas nacionalistas desatascarían en un sentido u otro cuando no hubiera mayorías claras. La incorporación de los nacionalistas a la gobernación del Estado parecía un buen antídoto contra las veleidades secesionistas que acompañan la historia patria, y un mecanismo de salvaguarda del radicalismo ideológico. Ese formato funcionó mal que bien durante una entera generación, pero parió dos problemas: la perpetuación en el poder de los partidos instalados en el turnismo permitió la generalización de prácticas corruptas, y las concesiones que hubo que hacer desde la izquierda y la derecha al nacionalismo alentaron la patrimonialización nacionalista del País Vasco y Cataluña. Después vino la Gran Recesión y el bipartidismo -que había corrompido hasta la médula al Estado y sus instituciones- saltó por los aires. Se impuso entonces un sistema que es el que vimos actuar anoche: ya no son dos ideologías las que compiten por hacerse con el Gobierno de la nación, sino un puñado de bandas enfrentadas, más enfrentadas entre ellas las del mismo bando, porque echan las redes en el mismo caladero de votos.

La bronca recurrente entre las tres fuerzas de la derecha, poniéndose unos a otros a caer de un burro (Abascal parecía anoche el más educadito, debía estar disimulando?), demuestra que la democracia española requiere un serio ajuste en su esqueleto político. Quizá haya que acudir a votar candidatos mayoritarios a segunda vuelta, obligando a los afines a negociar entre ellos y mantener posiciones comunes, o quizá sea necesario cualquier otro formato, pero este de ahora es un engaño. Pablo Iglesias se dirigió a Sánchez para quejarse con cierta amargura: "La derecha discute entre ella, pero luego siempre se pone de acuerdo para gobernar", le dijo. Es cierto: las derechas estaban ayer a bronca y perrea, mientras un Sánchez olímpico ignoraba estratosféricamente a su izquierda.

Al final, un debate a cinco no sirve como confrontación de ideas, pero da un buen show de la tele, no tan distinto de cualquier otro show. Es verdad que los media lo espectacularizan todo, convierten todo lo que tocan en una competición, en la que priman comentarios sobre el lenguaje corporal de Iglesias, la barba de Casado, el adoquín de Rivera, la cara de humor marmóleo de Sánchez, el cogote al descubierto de Abascal y otras importantes cuestiones de Estado. Lo demás: dos horas y media de agarradas frenéticas, en las que de lo único que se trata es de decidir al final quién resulta más ocurrente, quién es más rápido, más irónico, más divertido, simpático o locuaz. Y ese es el que gana el debate.

Yo diría que lo ganó por goleada Ana Blanco, la periodista de TVE: precisa, certera y oportuna. Hizo su trabajo sin una sola concesión al entretenimiento. La votaría sin dudarlo. Al resto, me pueden las dudas. Los dos que mejor lo hicieron son precisamente los que menos me gustan?