Antes el otoño llegaba el Día de Todos los Santos. Cuando los árboles llovían de amarillo, temblaba: un poquito de amor, tal vez, otro tanto de miedo. Cuando los santos escriben cartas de amor. Es un momento de nostalgia, dicen. Pero sabía que el tiempo no era el culpable. Ni el tiempo, ni la lluvia amarilla, ni las horas que se alzaron en el medio del alma: parpadeando, parpadeando. Me acordé de mi padre. Lo recordaba todas las noches. Todos los días. El otoño recita poemas de despedida. Casi treinta y dos años extrañándote. Sin poder besarte en la frente, como antes: mil veces, pagando por los besos que te debía. Por los tequieros que se quedaron enganchados en la garganta. Los santos, esa noche de noviembre, cuánto te extraño.

No me asustan ya las máscaras. Las de Halloween me irritan. Ahora el miedo se me ha ido. Como se fue el Tenorio. Y doña Inés. "Cuán gritan esos malditos" se solía escuchar por las plazas de una España no tan lejana en el tiempo, pero sí en el corazón. Se llenaban los teatros de capas largas y espadas de honor. Las calles se iluminaban de máscaras venecianas. En los muros de los conventos aparecían escaleras y los valientes y pendencieros se batían en duelo a medianoche. Era, en definitiva, la noche en la que Don Juan Tenorio volvía de su tumba y se colaba en nuestras casas, bien gracias a las brillantes adaptaciones de Estudio 2, a las compañías que perseveran en su memoria o a algún profesor resistente, que dejaba las oraciones subordinadas a un lado para descubrir en la pizarra al canalla sevillano.

Lo veíamos en una televisión minúscula en blanco y negro. Raro era el niño que no sabía recitar al menos aquel: "No es verdad ángel de amor...". Lamento que los tiempos sean tan oscuros con el teatro. Mis hijos se vestirán de calabaza y nunca cruzarán aquella "apartada orilla" donde "más pura la luna brilla y se respira mejor". Mi hijo al menos lo vio en el Leal y dice que le gustó aunque le extrañaba la forma en que hablaban. Enhorabuena a sus profesores.

Porque Don Juan representa lo mejor de nuestra tradición: todos aquellos fantasmas que habitan la historia común, la vileza épica de un pasado perforado por el humor más inteligente. La gallardía española delante de un espejo. Tenorio es un pavo real con las alas atrofiadas. El anhelo de una España asfixiada por su ego, y sobre todo, algo pegado en nuestra piel: el culto supremo al más allá. Leer el Tenorio es recordar a nuestros muertos. Es honrar el mito más universal que tenemos en una lengua que traspasa fronteras.

El Tenorio es patrimonio de la cultura, de los que lo leen, de los que lo escuchan en un aria de ópera, de los que ven sus desafíos sobre las tablas de un teatro. Don Juan Tenorio es nuestro Aquiles. Inmortal y con los talones desprotegidos. No hay nada más humillante para una obra que se pretende trágica que despierte las carcajadas del público. Y vaya si el Don Juan de Zorrilla produce risa. Pero también compasión, tristeza y desaliento. La obra supone la culminación del movimiento. España siempre fue un país romántico, inspirador de grandes autores europeos. Pero nunca supo producir una gran obra romántica. La vista de Don Juan y Doña Inés en el convento es el portal en el que los jóvenes temen que aparezcan sus padres. Y el final es la retirada de la juventud. El adiós a las armas. Don Juan es salvado por doña Inés.

Probablemente, estos días siga habiendo teatros que recuerden algo tan nuestro como Don Juan. Habrá cementerios que se engalanen. Lo que no estoy tan seguro es de encontrar a abuelos que enseñen a sus nietos los versos de la Hostería del Laurel. Se vestirán de calabaza en los colegios y los institutos, porque muchos de sus profesores ya ni han leído la obra. Don Juan volverá al mundo de los muertos. Los vivos seguiremos esperando el otoño? impregnados de nostalgia.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es