Apelar a las emociones es un recurso tan viejo en política como eficaz y, como tal, ha sido estudiado, analizado y largamente descrito desde Aristóteles hasta hoy. Pero nunca, como ahora, había sido el único recurso, el recurso central, La Madre de Todos los Recursos. Ni programa ni programo.

Cualquier cosa vale ya en campaña electoral si es capaz de conmover, remover y, sobre todo, mover al electorado. En esta última se ha desplegado ante nosotros el catálogo completo.

Hemos sacado, de nuevo, lo privado a la luz pública y viceversa. Y hemos tenido sobredosis de relato identitario, exhumatorio y hasta fake news, como las grandes potencias. Y lo que queda. La cosa es sobrecoger, sorprender, epatar.

Todo está estructurado y guionizado para que nos emocionemos e identifiquemos con el discurso y con quien lo emite. Todo está preparado para poner en marcha, de inmediato, nuestro sistema límbico. Da igual que se vea mucho o poco el hilo. Da igual que las entrevistas y los debates sean monólogos sucesivos, que el mensaje sea el mismo o cambie radicalmente de un segundo a otro, a golpe de encuesta. Desde el reality al atril, todo lo compramos y con todo nos identificamos. ¿Acaso no tenemos derecho a ser los mismos y a cambiar a la vez?

Estos días nos necesitan primarios e infantilizados. Y caemos. Vaya si caemos.

Mientras, ahí fuera, sucede la vida.

Una hija envía un mensaje a su madre desde el camión refrigerado que será su ataúd, mientras se le acaba el oxígeno, hacinada con otros desdichados que, buscando un mundo mejor, mueren asfixiados cuando el vehículo sigue su macabro viaje. "Me estoy muriendo, no puedo respirar. Los quiero mucho, mamá y papá. Lo siento, madre".

Un padre encuentra a su hijo en un campo de refugiados sirio después de que su madre, captada por ISIS y ahora muerta, lo sacara de su país. Pero no puede rescatarlo. Se abrazan y lloran. "Me llevarás contigo, ¿verdad?".

Mueren en medio de la nada cuatro personas que, huyendo de la miseria, trataban de alcanzar las costas canarias en una patera, junto a otras veintinueve almas, después de dos semanas a la deriva, sin víveres, sin esperanza, con menores a bordo.

Nos afecta, sí, en el instante en que lo leemos. Pero, por alguna extraña y perversa razón, la emoción dura lo que la noticia en nuestro timeline. Nos conmueve, pero no nos mueve a hacer nada. No vamos a salir a la calle a rebelarnos. No discutiremos acaloradamente sobre ello en la cafetería mientras desayunamos. No tomaremos como algo personal que nuestro interlocutor no se inmute cuando lo contamos en voz alta.

En algún momento tendremos que empezar a plantearnos por qué nos quedamos con los relatos prefabricados, con las historias de cartón piedra ideadas para sustituir a la realidad en lugar de centrarnos en la realidad misma.

Tal vez lo hacemos porque la realidad es la que es y no puede mutar para adecuarse a lo que necesitamos oír en ese exacto momento. La realidad ocurre y ya. No se diseña. Es pertinaz. Aburrida. Se repite y tiene la poca vergüenza de no ofrecernos emociones nuevas. Cómo se atreve.

Nosotros, monstruos insaciables, necesitamos mucho más que eso. Necesitamos lo que nos dan desde las televisiones y las tribunas: discursos sencillos en forma y fondo, masticados, que toquen nuestras teclas primarias y nos arranquen aplausos o improperios. Arquetipos simplificados. Frases hechas que recordar con facilidad y repetir como papagayos cuando la ocasión requiera que nos posicionemos, que es casi siempre. Sentencias que nos hagan sentir especiales. Que nos ayuden a justificarnos, etiquetarnos y encontrar nuestro lugar en el mundo. Merecemos mucha más emoción.

Y, por eso, tenemos lo que merecemos.