Hace días falleció Harold Bloom. Nacido en el Bronx en 1930, fue un omnipotente profesor de Literatura en Yale, que dedicó su vida a analizar hasta la digestión a los clásicos, especialmente a su personal selección en forma de canon irrefutable. A través de sus lecturas -la mayoría o la totalidad, varones-, encontró en la crítica literaria el instrumento para entender el mundo como una "meditación sobre la vida". Fue en su adolescencia cuando se encontró con lo que denominara "el querubín protector", en un libro decisivo para muchos críticos como Fearful Symmetry, del canadiense Northrop Fryere, y que, a partir de la poesía de William Blake, hablaba de la influencia literaria. En 1973, tras una pesadilla y varios años de reflexión, Bloom publicó La ansiedad de la influencia. Centrada en Shakespeare, esta primera aproximación le llevó a descubrir que tanto la influencia como la ansiedad que provocaba ocurría entre los poemas, pero no entre los autores de esos poemas, como si algún elemento sutil tirara de un hallazgo poético hasta influir en los poetas que le precedieron o vinieron después. En 2011, Bloom escribió Anatomía de la influencia, obra en la que construye una especie de cama redonda inicialmente ocupada por Shakespeare, Marlow, Milton, Whitman y Joyce, pero en la que acaba metiendo a una inmensa lista de autores que influyeron y fueron influidos, a su vez, por el pasado y el futuro, y de la que emerge un poema global que se desenvuelve a retazos, para desbordarse en múltiples versos que buscan desembocar en una oda permanente. En el caso de su visión de Shakeaspeare, es inevitable preguntarse si la influencia entre este y Falstaff fue en un sentido o en ambos, y si ese maridaje influyó después en Welles, quien a su vez inspiró a Laughton en varias de sus caracterizaciones, hasta que el actor inglés acabara recordando físicamente a Bloom, o al revés. En otros ámbitos, uno siempre ha tenido la duda de si Woody Guthrie envenenó a Dylan con las esencias del folk de caravana, o si fue el primero quien adivinó los sones que el poeta de Minnesota encontraría más tarde en los garitos de Manhatan. No lejos de allí, es difícil saber si Muhammad Ali descubrió el juego de piernas contemplando los viejos vídeos de Sugar Ray Robinson, o fue este quien sospechó las esquivas que el de Louisville mostrara años más tarde en el Garden. Ya en nuestros días, en un escenario mucho más mostrenco, cabe dudar de si fue Franco -de quien no se tienen noticias de que escribiera algo, si bien se dice que fue el autor intelectual de la película Raza- quien haya sido el inspirador de Abascal, Casado o Rivera -incluso del mismo Sánchez, en los momentos en que se confunde con las gafas y saca a la patria del baúl-, o fue el golpista quien se adelantara y fuera influido, con casi un siglo de antelación, por el leve y miserable ideario de sus continuadores.

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