Sostengo la peregrina idea de que las administraciones públicas no deberían dedicarse a financiar fiestas, tenderetes, plenilunios y promociones varias. Y que deberían ser los sectores económicos interesados los que se partan la cara por sacar a los consumidores de sus guaridas y a los turistas de sus países. Pero es un hecho consumido y consumado que no es así. Y que de alguna manera lo público lleva actuando muchísimos años como sponsor de lo privado, con la loable intención de que haya más actividad económica, empleo y riqueza.

Cuando los dinosaurios habitaban la tierra, los periódicos vendíamos información y opiniones respetadas. Luego llegó el meteorito de las redes sociales, de la comunicación sin prescripción y del consumo masivo de rumores, chismes y mentiras. Los medios afrontaron una catástrofe global. Y nacieron primero los coleccionables patrocinados. A los lectores dominicales les llovieron vajillas, cuberterías, medallas conmemorativas, estatuillas, muñecos de cerámica y otras hermosas quincallas. Lo hicimos todos, con mayor o menor fortuna. Con lo que se ha distribuido se podría llenar un campo de fútbol. Y las administraciones se convirtieron en patrocinadores de carteles de la Virgen de los Corondeles, como muy pagable aportación al embuchado dominical.

El negocio de los medios entró en la glaciación del mercado publicitario privado, lo que les ha llevado, muy a su pesar, a depender demasiado de lo público. Y entonces surgen las presiones a los políticos por parte de los que creen que se merecen más trozos de una tarta cada vez más pequeña. Así andamos ahora por Canarias, perdiendo aceite por la junta de los agravios y la desesperación por facturar, metidos en las guerras de la tinta. ¿El problema? Que algunos no solo quieren ganar más -que es lo que quiere todo el mundo- sino que otros no ganen.

Ahora estamos en la guerrita del Guerra. De un concierto a la carta que el cantante vino a dar expresamente a nuestra isla ante más de cuatrocientas mil personas. Durante largos y opíparos años, mal que nos pese -a quien le pese-, por el Carnaval chicharrero han pasado muchos artistas muy caros y famosos. Pero entre Celia Cruz y Juan Luis Guerra la gran diferencia es la necesidad. No hay cama para tanta gente. Probablemente algunos piensen que el nivel musical que se merece Santa Cruz es una actuación de la orquesta Nivaria. En Las Palmas, que es una gran capital, actuó también Juan Luis Guerra y a nadie se le ha movido una pestaña. Como no se les ocurriría discutir el costo de la celebración de un mundial de baloncesto.

Si acongojamos a las administraciones con los gastos suntuarios de la publicidad, los conciertos y las promociones, nos estaremos pegando un tiro en la pata, aunque acaso estemos promoviendo involuntariamente un bien social. Tal vez algunos deberían plantearse si es acertado lanzar campañas que demonizan aquello mismo que también ambicionan. Porque si se acaba el negocio, se acaba para todos. Pero ya se sabe que, especialmente en Canarias, la envidia es el desconsuelo por el bien ajeno.