Malos tiempos estos para la lírica: los discursos se han llenado de tópicos, argumentos pret a porter y falsedades evidentes; la política se ha envenenado en banderías limitadas por líneas rojas infranqueables; y las instituciones, organismos y entidades públicas han sido colonizadas por los partidos que las usan para sus intereses particulares. No es un fenómeno de ayer, ni siquiera de anteayer, pero sí es verdad que en la última década, por el efecto combinado de la crisis social que provocó la Gran Recesión de 2008, el ascenso de los populismos y el creciente desprecio del papel referencial de las élites, ha crecido la agresividad social y la voluntad de revancha se ha instalado en los comportamientos sociales.

Los medios son también -y simultáneamente- responsables y damnificados por este estado de cosas, que envilece y contamina todo. La pauperización de la oferta publicitaria, la pérdida de difusión e influencia del papel y la irrupción disruptiva de las redes sociales han arrinconado a los periódicos, convirtiendo a muchos en caricaturas de sí mismos. La lucha por la supervivencia en mercados publicitarios competitivos y exigentes ha provocado que se pierdan referencias, valores y códigos tradicionales de la profesión, y que muchos medios se apunten sin complejos a la bandería política y al todo vale.

Eso provoca cosas extrañas: por ejemplo, que la política canaria se vea completamente condicionada por el contrato de los servicios de la Televisión pública. Es incongruente que la primera preocupación de quienes gobiernan la región no sea salvar el servicio público; garantizar una oferta televisiva de calidad, independiente y plural; y que entre las prioridades de la tele no esté el futuro de sus periodistas, vinculados al Ente desde su fundación, a través de contratos y servicios eternamente vicarizados. Las decisiones políticas no responden al interés general, sino al de capitanes de empresa que intervienen directamente en las decisiones públicas defendiendo sus intereses. Y lo mismo sucede con esas denuncias interesadas, forzadas por medios corsarios, cuyo objetivo no es adecentar la vida pública, sino deslegitimar a la competencia. La información del Diario de Avisos sobre la adjudicación el pasado Carnaval del concierto de Juan Luis Guerra, apenas oculta el interés de sus directivos por apoyar la propuesta de una productora vinculada familiarmente al director del periódico para que el Ayuntamiento chicharrero contrate a Marc Anthony, el artista que ha ofrecido el productor Rivero, por un caché cercano al cuarto de millón de euros.

Es legítimo que los medios acudan a nuevas fórmulas de financiación -el patrocinio o la celebración de eventos- para cuadrar su cuenta de resultados, pagar sus nóminas y poder seguir informando. Lo que no es legítimo es que utilicen su influencia y recursos para construir escándalos a medida, jaleados desde las redes por perfiles más o menos falsos, cuyo objetivo principal es forzar a políticos y funcionarios a apoyar que la competencia salga del mercado. Estás prácticas, cada día más extendidas, se acaban normalizando, se vuelven recurrentes amparadas en el deseo de revancha, y contribuyen al desprestigio de todos los medios, a la reciprocidad del daño y a la generalización del odio entre colegas.

Ojalá lloviera café, y estuviéramos a tiempo de frenar el desastre que viene. Pero lo que hoy llueve no es café, sino mierda. Es difícil ser optimista.