A nadie debería extrañar que broten violentas protestas callejeras, en ciudades tan aparentemente dispares como Santiago de Chile, Hong Kong, Barcelona, París o Quito. Las revueltas actúan como vasos comunicantes de una profunda rabia que fluye, desde la espontaneidad bien organizada hasta la pornográfica manipulación financiada y teledirigida por intereses muy concretos. Este batiburrillo globalizado de viejas y nuevas indignaciones bulle en amplios sectores de sociedades, que comparten causas y modus operandi. La política, declarada inoperante, continua en su propio mundo de ensoñaciones ajenas al objetivo de mejorar la vida de la gente. Esto lo saben los jubilados, los milenials, los autónomos, pero también las grandes empresas y el porcentaje de superricos que ve aumentar sus ganancias, en un sistema paralelo dominado por los grandes capitales. Tras el fracaso de izquierdas y derechas, empantanadas en un pasado que confrontaba dos modelos de entender la economía y el contrato social, llegan las tentaciones autoritarias que no son otra cosa que una reacción desesperada, que prende incluso entre las capas más humildes, incapaces de identificarse con realidades que mutan a toda velocidad. Flota en el ambiente un catastrofismo pre apocalíptico alimentado por riadas de desinformación masiva. Las redes sociales fomentan la ignorancia, la persecución y el resentimiento como sutiles palancas que desvían la atención, con la única finalidad de provocar enfrentamientos estériles. La sensación de vacío ahonda el proceso de desconexión del poder institucional, y alimenta el bucle de inseguridad que desemboca en actitudes agresivas. Hay miedo en las barricadas, en administraciones y bancos, miedo en la cola del supermercado y en la peluquería, miedo en bares y gimnasios, miedo en la oficina y en el atasco de la autopista. La percepción de un presente amenazador cataliza la reacción en cadena que no cree en ningún futuro más allá del próximo tuit.

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